México, D.F. 12 de mayo de 1990
En este mi primer encuentro con intelectuales de América Latina que tienen lugar después de los importantes acontecimientos ocurridos en 1989 en Europa del Este, asistimos a un cambio que afecta a toda la sociedad contemporánea.
Se trata en efecto, de una época muy compleja, en la que forzosamente convienen inercias del pasado e intuiciones del futuro.
Sin embargo, precisamente en estas circunstancias, debéis dar prueba, como hombres de cultura, de vuestra lucidez y de vuestro espíritu penetrante.
Estáis llamados a dar vida a una época también en el Nuevo Continente, lo que constituye un desafío para vuestro quehacer intelectual.
No se puede olvidar, en este análisis del variado panorama que ofrece América Latina, el importante papel que desempeña la Iglesia Católica. Al poner en marcha la nueva evangelización, l a Iglesia sigue proclamando incansablemente los principios cristianos, como elemento fundamental de toda civilización y de toda cultura. Acorde con la dignidad humana; pues la Iglesia al evangelizar y en la medida en que la gracia de Dios, puede humanizar, “civilizar”, liberar, construir la sociedad. De todo ello quiero hacerme eco en este encuentro con vosotros.
Las transformaciones que han tenido y están teniendo ligar en el llamado bloque de los países del Este representan, como sabéis, un cambio en el escenario de la comunidad intelectual, lo cual incide de modo inevitable en el resto de los pueblos.
No podemos dejar de constatar que son muchas las incertidumbres del camino a seguir. Se están superando ciertamente no pequeños obstáculos, pero, al mismo tiempo, se descubre la ausencia de válidos proyectos culturales capaces de dar respuesta a las profundas aspiraciones del corazón humano.
En la raíz de estas consideraciones nos parece poder constatar dos realidades bien probadas. Por un lado, la más evidente es que el sistema basado en el materialismo marxista ha decepcionado por sí mismo. Quienes lo propugnaban y quienes funden su esperanza en esos intentos han quedado advertidos.
Sin embargo, y es la otra comprobación, tampoco los modelos culturales ya afianzados en los países más industrializados aseguran totalmente una civilización digna del hombre (cfr. Solicitudo rei socialis, 28)
Con frecuencia se exaltan los valores inmediatos y contingentes como claves fundamentales de ka convivencia social y se renuncia a cimentarse en las verdades de fondo, en los principios que dan sentido a la existencia.
Basta pensar en la pérdida del significado de la vida humana puesta de manifiesto en el elevado número de suicidios, característico de algunos países altamente industrializados, y testificada también trágicamente por el aborto y la eutanasia. Se está verificando un proceso de desgaste, el cual, afectando a la raíz, no dejará de acarrear dolorosas heridas, para toda la sociedad.
En América Latina, se va viendo la necesidad de abrir nuevos caminos partiendo de vuestra propia identidad, y esto interpela directamente a vuestra responsabilidad de hombres del pensamiento y de la cultura. No podemos olvidar que México ha sido cuna de civilizaciones que, en su tiempo, alcanzaron un alto grado de desarrollo y saber. Os toca pues cooperar intensamente para dar vida a un proyecto de desarrollo cultural que lleve a los pueblos de Latinoamérica a esa plenitud de civilización a la que deban aspirar.
Tal vez no haga falta repetirlo; de todo modos dejarme recordar que la Iglesia siempre ha tratado de favorecer la cultura, la verdadera ciencia. Así como el arte que enaltece al hombre o a la técnica que se desarrolla con profundo respeto de la persona y de la misma naturaleza.
De esta actitud de la Iglesia tenéis amplio conocimiento, pues, a lo largo de varios siglos el cristianismo ha ido penetrando profundamente en la cultura de América Latina hasta formar parte de su propia identidad. México, por otro lado, cuenta con personajes cuya obra es patrimonio de toda la humanidad. Pienso en Sor Juana Inés de la Cruz, Juan Ruiz de Alarcón y tantos otros. Pienso también en tantas manifestaciones de su genio artístico y literario. El elenco se haría muy amplio, si hiciéramos mención de las diversas instituciones culturales.
Junto a todos ellos, no es posible desconocer que han existido en el pasado, y en algunos ambientes aún persisten, incomprensiones y malentendidos respecto a determinados postulados de la ciencia. Permitidme que la repita también aquí entre los exponentes de la intelectualidad y del mundo universitario mexicano: la Iglesia necesita de la cultura, necesita de la Iglesia. Se trata de un intercambio virtual que, en un clima de diálogo cordial y fecundo, lleve a compartir bienes y valores que contribuyan a profundizar la identidad cultural, como servicio al hombre y a la sociedad mexicana.
Esta indeclinable vocación de servicios al hombre –a todo hombre y a todos los hombres– es la que mueve a la Iglesia a dirigir su llamado a los intelectuales mexicanos –comenzando por los intelectuales católicos– para que, abriendo nuevos cauces de participación y a la creatividad, no ahorren esfuerzos en llevar a cabo aquella labor integradora –propia de la verdadera ciencia– que asiente las bases de un auténtico humanismo integral que encarne los valores superiores de la cultura y de la historia mexicana.
Para llevar a cabo esta tarea, se precisa partir de un nuevo modo de percibir las relaciones entre historia humana y trascendencia divina. Hay que dejar atrás aquellos injustificados planteamientos en que la afirmación de una amplia una mayor o menor supresión de la otra. (cfr. Gaudium et spes, 36)
Al meditar sobre estas exigencias, los Padres del Concilio Vaticano II han dirigido su mirada al misterio de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Allí contemplamos con estupor el vivir del humano en la persona del Hijo Unigénito de Dios. Nunca podrá pensarse del hombre nada más elevado.
Una triple perspectiva ha servido al mismo Concilio para articular, en la parte inicial de la Constitución Gaudium et spes, su magisterio sobre el misterio de Cristo en relación con el hombre: la persona, la capacidad humana de amar y el trabajo.
En primer lugar, la persona. Sobre ella nos dice el citado documento conciliar que el “misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado”. Pues “Cristo… en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación”. Al mismo tiempo, “el Hijo de Dios trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre” (Gaudium et spes. 22).
Por otro lado, el hombre cristiano recibe las “primicias del Espíritu” (cfr. Rom 8,23) las cuales las capacitan para cumplir la ley nueva del amor, por medio del cual se restaura internamente todo hombre. Pero “esto vale no solamente para cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible” (Gaudium et spes, 22). Este es el gran misterio que la misma Revelación cristiana trata de esclarecer a los creyentes. De este modo, la persona está llamada a integrar todas las realidades que componen su existencia, en una síntesis armónica de vida, orientada por su sentido último, que es la expresión más sublime del amor (cfr. Ibid).
Estamos así delante de la segunda perspectiva anunciada: la capacidad de amar. Es la posibilidad que tiene la persona de unión, de cooperación con Dios y con sus semejantes para realizar un anhelo compartido. Amando se descubre esa honda capacidad de darse que eleva a la persona y la ilumina. Interiormente. En efecto, el amor es una fulgurante llamada a salir de sí mismo y trascenderse.
Llegamos así a la última de las perspectivas enunciadas: el sentido de la actividad humana. El trabajo es uno de los grandes de la cultura, y de modo especial lo es en la época contemporánea.
Mirando al pasado, es interesante recordar el escaso valor que en la antigüedad clásica se daba trabajo como parte de la cultura. En realidad, el ocio y el trabajo fueron vistos frecuentemente en clave antitética. En el panorama cultural, aun en nuestros días, no siempre aparece el trabajo humano como medio de realización de la persona. Mas, desde la óptica de la fe, la perspectiva se ensancha hasta hacer de la actividad humana un medio de santificación y experiencia de unión con Dios. Esto se hace posible cuando se advierte que el Dios a quien el hombre busca afanosamente, es el Dios viviente, es decir, el Padre omnipotente, que actúa permanentemente en la creación, quitándola hacia el término que le ha prefijado (cfr. Gaudium et spes, 34); y también el hijo encarnado, que continúa realizando su obra redentor mediante el Espíritu Santo (cfr. Ibid., 38).
En este acercamiento incesante de Dios, el hombre, mediante su trabajo, se hace colaborador y como mediador de un operar divino destinado a difundirse en la creación eterna (cfr. Laborem exercens, 25)
Antes de concluir, quisiera volver a la perspectiva inicial de estas consideraciones; América Latina ha de reafirmar su identidad y ha de hacerlo desde sí misma, desde sus raíces más genuinas. Las diversas dificultades que la afectan, de orden económico, social, cultural, deben se resueltas con la colaboración y el esfuerzo de sus mismas gentes.
En esta noble tarea, el hombre y la mujer de cultura están llamados a inspirar principios de fondo y espiritual de la persona, único medio para conseguir unos cambios que sirvan al hombre y no la esclavicen.
El hondo sentido de responsabilidad y el compromiso ético que debe caracterizar a todo hombre de la cultura os llevará a hacer de vuestra actividad, en el campo de las ciencias, de las letras y de las artes, un instrumento de acercamiento y participación, de comprensión y solidaridad en los diversos secretos en los que se deja sentir vuestra influencia.
Las tensiones y conflictos que puedan aparecer en el panorama social han de ser un desafío a vuestro talento manifiesto que los enfrentamientos y las incomprensiones van ligados frecuentemente a la ignorancia y al desconocimientos mutuos.
La verdadera cultura tiende siempre a unir, no a dividir.
En vuestra búsqueda constante de la verdad, de la belleza y del conocimiento científico, abrid nuevos caminos a la creatividad y al progreso, tratando de unir los voluntades y buscando soluciones a los innumerables problemas que plantea la existencia humana.
La iglesia Católica en Latinoamérica toma en sería consideración una esperanza: que promováis una cultura que enriquezca al hombre integralmente, llevándole a superar –desde sí mismo, sea quien sea– las situaciones negativas en las que tantas veces encuentran postrado. Que todos puedan descubrir y alcanzar la plena dignidad de la existencia humana, la forjar una cultura a la Sabiduría de Dios y a su acción entre los hombres y en la creación eterna.
Para concluir, Señoras y Señores, deseo recordaros una de Jesús en el Evangelio de san Juan “Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn. 8,32). Que no desfallezca la verdad y la verdad búsqueda apasionada de la verdad. Que vuestra vocación de servicio al hombre rechace siempre todo aislamiento egoísta que os pueda sustraer a una participación responsable en la vida pública y en la defensa y promoción de los derechos del hombre. Que seáis siempre promotores y mensajeros de una cultura de la vida que haga de México una patria grande donde los antagonismo sean superados, donde la corrupción y el engaño no encuentren espacio, donde el noble ideal de solidaridad entre todos los mexicanos prevalezca sobre la caduca voluntad de dominio.
17 de mayo de 1990