Estas mañanas son las de ayer… las nuestras… han perdurado. Las mañanas de ahora… son de otros… son de todos y de siempre… las mañanas de abril.
Estas mañanas son las de ayer… las nuestras… han perdurado. Las mañanas de ahora… son de otros… son de todos y de siempre… las mañanas de abril.
En verdad, llegar al mes de abril es arribar en el recuerdo, a querer más la vida misma… dulce, suave y reconfortante en soledad viendo el temprano amanecer, la sublime sombra de un árbol y el roce del aire en la propia cara.
Abril es diferente… es primavera distinta a marzo y alegría taciturna distinta a la algarabía de mayo. Abril no es junio, junio es despedida… abril es la dicha de recordar el tiempo por el tiempo… nada más el tiempo… el tiempo solo… solo abril… cada quien solo… ver y ver pasar las horas de un día de abril… las horas como que no quieren irse, o como que nosotros no queremos dejar ir las horas.
Todos hacemos algo en abril… algo en relación a grabarnos para siempre la sensación de convivir y sentar el tiempo de esta época de la naturaleza… abril por ello es un oasis así de natural como son los oasis… un oasis de un sol que ríe y un aire que lo vemos como caminar en el espacio.
La mañanas de abril merecen ser recordadas… las mañanas pueblerinas… ir siguiendo la sombra de la banqueta, la larga y fresca sombra por el lugar de sombra… las pláticas mañaneras de unos vecinos que aprovechando la sombra de las paredes hablan y hablan tan a gusto que el tiempo parece detenerse nada más por gusto.
En abril los pájaros jacaleros aquellos que andaban en los quiotes secos de los techos de palma de los jacales… los pájaros jacaleros… hacían conciertos de más de dos horas por la mañana… revoloteaban, entraban a sus nidos y volvían de uno a otro lado… pillidos interminables e intensos de cantos mil era la sinfonía de los jacales.
Correr por el bordo de la acequia… correr y correr por la vereda conocida, bajo sombras continuas de árboles y de agua veloz por el cauce… correr sin más fin que correr… por decir correr, en realidad era retozar… ver pájaros, que entonaban otros cantos y sardinas, muchas sardinas en el agua… sardinas que nunca vimos crecer más y que siempre fueron sardinas pequeñas… así, de medio dedo.
Un día temprano, en bicicleta, irse al río… a un charco del río… gozar la sombra de un sabino… el cielo azul y la nube grande y silenciosa, como algodón multiforme vagando en el firmamento… respirar el aroma de las jaras, agarrar el bálsamo de una lama y luego escarbar un venero y tomar agua de piedritas y arenitas… tomar tanta agua hasta hartarse.
Un día de campo en abril… sin más propósito que un día de campo… día de campo… quizás una bolsa con escaso lonche… nada más… ir a saludar a la naturaleza… caminar, tomar veredas y atajos, cruzar puentecillos de piedra y sombrearse aquí y allá hasta llegar a ningún lado, llegar y luego regresarse.
El sol mañanero de abril parece que no quiere irse… ahí está y está desde muy temprano y después, muy después, llegó el mediodía… las tardes de abril también son quietas pero más bellas son las mañanas… las mañanas aquellas del recuerdo que hoy también, si me sabe observar bien, están presentes.
5 de abril de 1989.