Celso Garza Guajardo

Quehaceres y costumbres: Semana Santa en el Pueblo

Aquellos años que soñé

Celso Garza GuajardoEmpezábamos a saber de la cuaresma cuando ya era Miércoles de Ceniza y en los viernes no deberíamos de comer carne, solamente nopalitos, pescado y de vez en cuando capirotada. En las casas y jacales de grandes solares, los nopalitos se cortaban ahí mismo, al fondo, o si no, en los pequeños montes afuera del pueblo. Era común, por ello, ver a dos o tres vecinos juntarse para tales faenas, así hasta esperar la llegada de Semana Mayor. Cada vienes, en el tendajo del barrio era obligada la compra de chile colorado. A veces se cocinaban albóndigas de pescado, caldo de habas y chicales. Todo ello cuando las cosas estaban bien. Cuando no, solamente los nopalitos con chile colorado y huevo.

Se sentía como un rigor no comer carne los viernes y, por supuesto, los días principales de Semana Santa. De hacer lo contrario, se incurría en pecado; por ello, en tales días no había matanza en el rastro del pueblo y las carnicerías no sacaban el carrizo con la bandera roja.

Tenía amigos que sabían mucho de las ceremonias religiosas, pues habían asistido a los cursos de catecismo; pero, por otra parte, las clases de entonces eran también una especie de pequeñas iglesias, no sólo porque las mamás rezaban un Rosario por la noches, sino porque además en las paredes había más de una repisa con crucifijos y santos con veladoras, así como también los imprescindibles almanaques con el Sagrado Corazón de Jesús, un cuadro con las figuras de la Última Cena o Jesucristo pensativo en su retiro en el Monte de los Olivos… así en aquellas casas se respiraba, pese a todo, un original sentimiento religioso.

La cultura bíblica de Semana Santa se vio fortalecida, además, por las películas en torno a esos temas que en los cines del pueblo pasaban. Sin proponérnoslo, recibíamos un palpitante catecismo año tras año; todas las películas mexicanas, españolas o americanas sobre la vida y la época de Cristo, transcurrían en la pantallas y sensibilizaron nuestros espíritus. Por lo común, salíamos tristes y conmovidos a la vez después de cada función… siempre pensé que Cristo en persona hacía aquellas películas…

En la iglesia del pueblo, en la San José frente a la plaza, se dejaba ver el movimiento de los fieles… las ceremonias y los actos religiosos iban en aumento por las tardes y por las noches… en aumento iba también el dolor y la emoción de los concurrentes. El Viernes Santo, el Sábado de Gloria y el Domingo de Resurrección, a los pequeños se nos ordenaba no jugar ni gritar. Deberíamos de andar en silencio, las puertas de las casas estarían cerradas y los espejos cubiertos… más, como eran vacaciones, algo teníamos que hacer y entonces nos encaminábamos al río, primero a bañarnos y luego a la tirada con nigasura, bajo la promesa de no matar tortolitas porque esas habían limpiado la sangre de Cristo… Caminábamos por todo el río, yo me le quedaba viendo a los pastores de cabras y siempre me preguntaba si eran iguales a los de las películas.

Pasábamos por el Charco de Lobo y la Turbina hasta llegar al Ojo de Agua a media tarde. Todo aquello estaba lleno de felices paseantes a más no poder. “¿Y éstos –me preguntaba– por qué no están tristes?”. Haciendo un silencio me contestaba a mí mismo que por qué no, eran mi compañero Homero, el noble Pine, hoy en el cielo.

Volvíamos al pueblo tomando rápidamente las veredas del río y caminando después por arriba de la acequia de los vecinos, corriendo sin parar hasta llegar al charco de Tïa Treja, para subir por un lado de la iglesia: “órale, desarremángate el pantalón”… “órale, tú ponte la camisa” así descalzos y asoleados, fuimos por primera vez en Semana santa para ver lo que estaba pasando.

Había mucha gente, caminamos por un lado del campanario. Al no poder entrar por la puerta principal entrar por la sacristía. “oye, pero no hemos hecho la Primera Comunión” dijo Pine “No le hace –contesté– si nada más vamos a ver”. A como se pudo, nos abrimos paso hasta estar en medio de toda la gente… las figuras de los santos estaban cubiertas con mantos morados y el cuerpo de Cristo yacía en una vitrina. El Padre Pedro Morales estaba dirigiendo el oficio y hacía un calor por demás fuerte. A mí todo eso me impresionó. Me quedé sin moverme más a un lado del confesionario, repasando en la mente imágenes completas de las películas que hasta ese entonces había visto sobre temas bíblicos…

Salimos de la iglesia y no quisimos atravesar la plaza. Nos fuimos por la Calle Lerdo, así como en subida, así siguiendo la procesión solitaria de nosotros mismos    … cada quien llevaban sus pensamientos y al llegar a las respectivas casas, una frente de la otra, le pregunté a Homero. “Oye, ¿sabrá Dios que fuimos a la iglesia?”. No me contestó nada “hasta mañana” “hasta mañana” –y como se decía en los tiempos de antes– si Dios quiere”.

Después pasó mucho tiempo, muchas Semanas Santas de muchos años. Me fui del pueblo y por distintos lugares del país presencié los actos de Semana Santa. Alguna vez en Iztapalapa, otra vez en San Luis Potosí; más sin embargo continuó creyendo que el único lugar donde en Semana Santa se está en silencio y bajo un tristeza, es en el pueblo aquel de mi infancia.

9 de abril de 1987