En el ayer las cocinas del pueblo eran llanamente rústicas y sencillas. No poseían ni las clásicas formas de las cocinas mexicanas del centro del país, ni tampoco eran una imitación del modelo viejo de cocina norteamericana. Eran terraplenes para el depósito de lumbres, brasas y cenizas… a un lado los utensilios de cocinar… el tiro de la chimenea… el hollín y el humo; en cada casa las chispas al salir de la chimenea indicaban el silencioso quehacer que se dibujaba en fumarolas al viento.
La cocina del jacal chiquito… vereda al jacal grande… adobe y fuego, cenizas sin fechas y humos de lágrimas resecas. Todo era lo mismo y de todo había en la cocina del jacal chiquito: el metate para las mejores tortillas, la moca renegrida para el café con piloncillo, mazorcas y calabazas, una botella de infundía de gallina, hierbas medicinales, ganchos colgados. Techo de paja y polvo, una delgada puerta de madera que casi nunca cerraba y un horcón ladreado y sostenido a la vez… con el tiempo, el calor se fue de esas chimeneas y el jacal se perdió en el olvido.
Casonas de sillares y de piedras, paradas cual valladares al tiempo, monumentos a la firmeza de nuestros antepasados. Casonas de luz… dos triángulos para colocar cazuelas y sartenes. Cocinas del buen comer, esplendor de familias de otras épocas, chimeneas rematadas en parteaguas de piedra cual si fueran palomares… chimeneas a lo alto, a la visita al pasar por las calles, casa de Lerdo y Ocampo… farallón de chimeneas vista al norte, de las calles Porfirio Díaz y Juárez, chimeneas en el recuerdo de las calles de Escobedo.
Cocina de nuestra infancia, transición entre la leña y el gas butano… la novedad de la estufa “Acros”, transición entre la noria y la llave del agua potable, entre el foco colgado del techo y la lámpara de mesa, entre el mosquitero suspendido a un lado de la puerta y la hielera de compartimientos con pedazos de hielo para guardar la leche y las aguas frescas. Mesa y trastero a un lado, mesa con plato de sal y jarra de agua y el trastero cual vitrina de guardar loza y en su parte superior a la despensa de botes de harina, azúcar y frijol. Trastero de pared, platos recargados, tazas y cucharas colgadas, a la vista los almanaques del año, entre más cromos mejor, pues además de saber el día adornaban los cuartos.
Mesita aparte para la tina de agua, el molcajete, la taba de tortillas de cortar. Comer sencillamente todo en un solo plato… aceros para cocinar el pan de harina de maíz y casos de cobre para los tamales, de aquellos que la gente decía que los hacían para los húngaros. Cocina familiar de noches de otoño, silenciosas… pláticas en susurro en las mecedoras de la banqueta, mientras que en el cielo, la música del Cine Olimpia continuaba luego que el recordado Don Chalo Cavazos anunciaba: “¡Después de la siguiente melodía dará comienzo la función!”.
Cocinas de las casas ricas… sorpresas sin llegara a la envidia; el refrigerador regordete, interesaba solamente por los cuadritos de agua y de leche… la licuadora nunca interesó más que el molcajete y jamás igualó su remolinear a las limonadas de la plaza de Don Pancho Serrano… por el roce social se aprendía rápidamente a comer con cubiertos y a decir tenedor y no trinche, cuchara y no cucharilla… por lo demás, en todas las casas era igual el calor de las viejas cocinas… buen calor, calor de viejos tiempos.
Recuerdos de cocinas de abuelas y de madres abnegadas.
Hoy, reliquias de viejos humos… chimeneas apagadas.
28 de septiembre de 1987.