Al acabar la tarde… al empezar la noche, después de la jornada como para despedir el día, cual si fuese un hábito contemplar y ser contemplado, viendo y escuchando, repasando los sucesos del día y de la vida. En un acto que tenía mucho de constancia y de tranquilidad, los moradores de las casas sacaban las sillas y mecedoras a la banqueta junto a la puerta de entrada para reunirse, realizando la más normal y explícita de las convivencias: platicar en familia, al arrullo del canto de los gallos y de las risas de los niños juguetones.
En noches de primavera y de verano, salvo que la lluvia lo impidiese, la escena cotidiana de sacar los rústicos muebles a las banquetas para ponerse de inmediato a conversar, era una estampa pueblerina que hoy poco, muy poco, observamos. Media hora, una hora, hora y media y hasta dos horas, duraban aquellos coloquios familiares donde, además, participaba el pariente que llegaba, el vecino de al lado o el conocido transeúnte que convirtió el saludo en estancia pasajera.
Pláticas de comadres y de todos sus afanes hogareños. Pláticas de compadres y de todas las durezas de la vida. Pláticas de vecinos y de todas las novedades diarias. Pláticas que los niños no deberían escuchar pero que siempre encontraban forma para guardar en sus memorias. Pláticas de lo pasado y de lo presente, de augurios, de reniegos y de utopías. Pláticas francas y gratuitas entre terapeutas sin diploma que mucho aliviaban la tensión, el cansancio y el fastidio e impulsaban además la búsqueda diaria de la esperanza en la noche que caía encima.
El progreso, en su versión automovilística, desfiguró sin remedio a los pueblos, no solamente desplazó a las carretas y quitó a los caminantes las veredas callejeras, sino que además, cerró las puertas de las casas y dejó sin salir a las sillas y mecedoras a las banquetas… ¿A dónde se fueron a platicar aquellos que buscaban en la noche la esperanza? ¿Dónde está el vecino de al lado, dónde el silencioso transeúnte? ¿Dónde se perdieron los saludos de las buenas noches y del hasta mañana, si Dios quiere? ¿En que rincón se refugió la tranquilidad de aquella Villa?
Por la carretera, por la calle Escobedo, por la Porfirio Díaz, por Mina, frente a la plaza, por Lerdo, por la calle Hidalgo, por la Ocampo, por Guerrero… en fin, por todas las viejas y conocidas calles en Sabinas Hidalgo, los vecinos de siempre platicaban en sus sillas y mecedoras en la banqueta… eran felices, o al menos en ese momento lo eran.
Algún día, cuando volvamos a poner los pies sobre la tierra y entendamos que el significado del progreso es dimensión humanística del hombre, por el hombre y para el hombre, volverán los vecinos del pueblo a platicar en sus sillas y mecedoras en la banqueta y dirán… ¿en qué nos habíamos quedado?… algún día.
Más por lo pronto, Sabinas Hidalgo se ha convertido en una ciudad desmañada, incipientemente industrializada, con una precipitada subcultura fronteriza, gruesa en crecimiento demográfico, en vehículos y en ruedas, flaca, muy flaca en su espiritualidad y cultura propia, débil, muy débil en su fortaleza para ser tranquila y original.
Más debemos sacar fuerzas de las debilidades y las flaquezas para engrandecer la identidad histórica, nacionalista y democrática, pues a Sabinas Hidalgo le quedan bastantes años de otro progreso, de la que nos invadió después de la década de los años cincuenta. Ese progreso que echó en huida muchas de las viejas estampas pueblerinas y que hoy unos cuantos últimos moradores de nuestro pueblo se resisten, sacando como fantasma sus sillas y mecedoras en las puertas de sus casas, al acabar la tarde, al empezar la noche, después de la jornada como para despedir el día…
1 de octubre de 1984.