Era cosa de iniciar las clases en la escuela y los juegos iban apareciendo… más pronto o más tarde, pero iban apareciendo… de una en uno, como teniendo una calendarización, conocida y respetada por todos… eran los juegos colectivos, los juegos espectáculo, los juegos, los juegos que requerían habilidad, normas y jerarquización de dominios para desarrollarlos plenamente. Unos jugaban y otros observaban… observar era jugar, jugar era observar… todos jugaban… se jugaba sin saber jugar y se terminaba enseñando a jugar a otros. Eran juegos de niños, juegos de identidades, de colores y de “hazañas” únicas.
El trompo chiquito y el trompo cabezón… el trompo pasito y el trompo chillador… el trompo y la cuerda, cuerda delgada para hacer bailar el trompo una y otra vez. Había que entrarle al juego y darle al trompo que estaba abajo, una y otra vez… luego castigarlo con “cancos” hasta sacarle astillas… astillas que sacaban lágrimas de su dueño. Trompo viejo de cien peleas, trompo nuevo “cascarretas” y perdedor. Trompo que se salió de la mochila y se quedó olvidado en uno de los cajones del último ropero de la casa.
Papalotes de tiras de carrizo y pliegos de papel de china. Papalote de colores y de larga cola de hiladas… papalote que volaba y no volaba y caía en picada. Papalote que volaba una vez y volaba por siempre, por todas las veces que pudo volar… papalote que se fue volando.
“¡Préstame el papalote!”… “Ahora yo, ahora yo…” “No le estires…” “Se va, se va…” “Se cae, se cae…” “¡Te lo dije!”.
Papalote que hice un día para tocar el cielo… papalote que se me hizo añicos al caer a tierra por no atender el grito de mi compañero que me decía “¡El papalote, el papalote!”.
El balero era así como un barrilito… como un barrilito de colores, balero gordo o balero chiquito… balero del tamaño del puño de una mano… balero para las “capiruchas”. Hasta que tener un balero para que todos las vieran y para hacerse diestro en eso de atinarle… una, dos, tres, cuatro, cinco y más veces, insertando el balero a la vuelta y vuelta. Balero que se hacía viejo y por ahí se quedaba… cordón que se rompía… bote de leche para hacer un balero de a mentiras… balero de copa o de bolita para jugar y no jugar… balero, en fin, de una cuenta que no termina, pues en eso de las vueltas que da la vida, siempre se vuelve a empezar. Una, dos, tres, cuatro…
Las canicas eran chiquitas y redondas. El juego consistía en tener canicas, juntar muchas canicas… canicas y más canicas… es más, hasta volverse coleccionista de todo tipo, tamaños y colores de canicas… tener una colección de “agatas” de vidrio en colores blancos, verdes, amarillos y entre todos ellos sacar un “tiro” o sea, aquél con el que jugabas todos los juegos de las canicas… jugar a las canicas, hacer el pocito, saber tirar, atinarle al pocito, pares o nones; tantas adentro, tantas afuera; no hacer mañas, jugar de dos y terminar jugándose el resto hasta perder o ganar todo… jugar al perseguido cuando no había más; jugar al ahogado y ganar la ventaja de la cuarta, la doble cuarta y terminar diciendo: “Con cuarta y geme: ¡Catuna!”.
Año con año los juegos volvían. Los juegos colectivos que eran casi espectáculo. Hoy el espectáculo de esos recuerdos sigue en la imaginación. No sé si otro tanto pueda decirse da la realidad.
18 de septiembre de 1990