Los papalotes aquellos eran girasoles de acero que se reían con el sol. Montados en unas torres, continuaban las norias a los cielos y al moverse con la fuerza de los vientos, sus tubos y palancas extraían las aguas de las entrañas de la tierra.
Los papalotes aquellos eran girasoles de acero que se reían con el sol. Montados en unas torres, continuaban las norias a los cielos y al moverse con la fuerza de los vientos, sus tubos y palancas extraían las aguas de las entrañas de la tierra.
Los papalotes giraban y chirriaban o estaban inmóviles y callados… cuando gritaban parecían muchachos traviesos, cuando estaban callados parecían soldados de guardia. Como fuera, lo cierto es que los papalotes llamaban la atención de todos. Los papalotes estaban en los patios de algunas casas grandes, en los patios de las escuelas, en las labores y en los ranchos. Eran prácticos y útiles, formaban parte del paisaje de trabajo indicando además esfuerzo y arraigo por la vida en estas condiciones de clima extremoso.
Les decían también molinos de viento… molinos de sacar agua… eran otra versión de aquellos molinos de grades aspas contra los que luchó el Quijote de la Mancha creyéndolos gigantes…
Entre lecturas y comparaciones, en mí se formó una imagen que me llevó a relacionar a los papalotes nuestros con los molinos de viento del ilustre personaje creado por Don Miguel de Cervantes Saavedra.
En esa relación, conformé una visión mágica de los papalotes de Sabinas con sublime locura de Don Quijote, el caballero aquel de La Mancha… pero, si tenía a la vista los papalotes, ¿quién era el Quijote que los enfrentaba?… ¿montado en qué corcel?… ¿acompañado de quién?… ¿con qué adarga bajo el brazo?…
Todas las respuestas las encontré en Don Santos Rodríguez y sus hijos… figuras quijotescas del trabajo diario a pleno sol, que iban al encuentro de los papalotes en su viejo fordting de 28… constantemente Don Santos y sus hijos cuidaban de los papalotes, los arreglaban y echaban a funcionar una y otra vez, aquí y allá, en todos los ranchos, casas y labores… atravesaban activamente las calles y los caminos del pueblo montados todos en el Rocinante aquel de láminas viejas que se movía más por el ingenio que por la gasolina.
Cuando menos se esperaban, se aparecían…
¡Traca, traca, traca…!
Veloces, en pos de los papalotes, nada los detenía. Arreglar un papalote era siempre una emergencia para ellos.
A diferencia de los molinos medievales, que dejaban siempre mal parado a Don Quijote, los papalotes de Sabinas dejaron siempre muy bien parado a Don Santos Rodríguez y sus hijos.
Por andar tras de los papalotes cruzando en su Rocinante vehículo destartalado los calles y caminos, los vi siempre con respeto y admiración, aprendiendo que todo aquél que en vida se aventura sin miedo por el sendero del trabajo, es el mejor Quijote de su propia imaginación.
Algo más me enseño aquel hombre de trabajo, aún en pie, que es Don Santos Rodríguez: el hecho de ser un quijote feliz, pues sonriente siempre hacia su trabajo con alegría… así lo recuerdo… con ello borré la imagen doliente del Quijote español de Cervantes, y empecé a formar las imágenes rústicas de todos los quijotes sabinenses que sin desviarse del ancho sendero del trabajo para vivir, son seres felices que enriquecen nuestras vidas con permanentes lecciones y valores morales, no importa que a veces, como en el Quijote aquel de La Mancha, se sufra y se llore.
Imaginariamente siempre me subí a los papalotes, mas nunca me subí a la tartanita aquella de Don Santos… hoy, desde mis recuerdos y pagando el boleto entero de la nostalgia, le pido permiso para hacerlo… gracias.
5 de noviembre de 1985.