Celso Garza Guajardo

Los lugares y los rumbos: Crónica al interior de la Casa de las Paredes Largas

Aquellos años que soñé

Celso Garza GuajardoTenía que ir y fui.

Por décadas solamente pasé por sus banquetas, pues el misterio y el miedo a la vez sólo permitían rodear la casa, pasar por el callejón o verla desde la plaza. A veces mirar tras de una ventana por la puerta momentáneamente entreabierta. Los recuerdos son siempre de color gris o plenamente obscuros, quizás en alguna ocasión vimos una luz de lámpara de gas… a sus moradores los vimos como traspasando los cuartos, de largos cabellos y barbas canas… unas damas de enaguas saliendo calladas y tristes, ensimismadas… unos gritos sin memoria… un vagar de años en aquellos cuartos sin luz y sombras entre paredes y techos atrapados… y unos pianos que a veces como en lamentos, tocaban.

Hacia la década de los 50s, las personas mayores del pueblo sabían todo sobre la casa de las paredes largas y quiénes eran sus moradores… otros, en cambio, no sabían nada, sólo sabíamos que fue la casa de los “loquitos”. Ambos hechos se pronunciaban en verdad con sumo respeto.

El Dr. Román de la Garza Gutiérrez, había nacido en 1862 y era originario de San Nicolás de los Garza, N. L. estudió Medicina con el Doctor González y se recibió en 1887. Al poco tiempo vino a radicar a Sabinas Hidalgo, donde contrajo matrimonio con la señora Juana Morales Garza, hija del Coronel Gregorio Morales, personaje de importancia de la época. Procrearon una familia de 15 hijos, estableciendo su casa-habitación, botica y consultorio frente a la plaza, por la calle Hidalgo y Lerdo (hoy Mutualismo), hasta la calle Piedra.

El Dr. Román figuró en la política desde 1893 y fue alcalde en varios períodos a principios del siglo. Combinó el ejercicio de la medicina con las actividades agrícolas, logrando hacer una riqueza que le permitió ilustrar y educar a todos sus hijos, hombres y mujeres; incluso 4 de ellos se recibieron de ingenieros. Los hijos se llamaron: Perfecto, Albino, Román, José Guadalupe, Isidro, Juan, Federico, Luis, Virgilio, José, Juanita, María Leocadia, Faustina, Esther y María Luisa.

Del esplendor de una familia que lo tenía todo en abundancia, pasó súbitamente a la sombra de las desdichas y a la soledad más completa. Coincidentemente, los cambios propiciados por la Revolución con la muerte del Doctor Román en 1922, hicieron que aquella casa empezara a venirse abajo; unos hijos se fueron a otros lares y al final ocho, junto con la madre quien falleció en 1940, se quedaron en la vieja casona… la casa, a partir de la década de los 20s, se volvió lúgubre y llena de complejos para entenderse a sí misma y frente a los demás. Sólo las viejas amistades podían entrar y prestar ayuda. Por los 40s, Panchita López era quien lavaba la ropa y hacía de comer; después ya nadie… a veces, cuando aquella permanecía cerrada por días y días, nobles personas hacían llegar platos de comida a las puertas y ventanas… así todo fue decayendo y todo fue muriendo. La sinrazón envolvió a aquellos seres por completo… así les vimos por muchos años.

El pasado 2 de noviembre, al recorrer el panteón municipal encontré la tumba del Doctor Román de la Garza Gutiérrez… un viejo barandal de acero, una cruz y unas letras borrosas… aquel hallazgo me sensibilizó; quise entonces ir al origen de aquella familia a la casa de las paredes largas frente a la plaza, quise toparme con los ecos de aquellos lamentos y tragedias que escuchábamos desde el callejón. Me acompaño Teresa de Jesús, era las cuatro de la tarde y pedimos permiso para entrar, lo que amablemente se nos concedió… ahí estaba el armario de la botica, las grandes puertas y ventanas y las paredes de piedra lisa, el patio, la noria, las dos grandes chimeneas, dos cuartos al frente… cinco grandes cuartos a lo largo del callejón, una bodega y un zaguán al fondo… empecé a ver y sentir… empecé a ver estampas religiosas pegadas a las paredes y oraciones de puño y letra escritos en todos los lugares de la casa… textos largos en cuadros de 20 ó 30 centímetros… arriba, abajo, en todas lados y sin ningún orden en especial, sólo oraciones y más oraciones, a veces congruentes, a veces incongruentes.

En aquel mundo de sugestiones y de locuras, el refugio de sus moradores fueron los pensamientos religiosos… fue su única racionalidad posible… una cosa encontré pletórica de belleza: lo claro y preciso de las palabras escritas en la paredes, pues todo era de un solo tono firme y de una punta de lápiz que se continuaba y continuaba, ningún borrón, desviación o mal trazo.

Un tejabán como cocina a un lado del patio, restos de una construcción sanitarias en el patio, castañas con libros viejos, trasteros, vasijas regadas, máquinas de coser, peroles de molienda y molinos de caña, implementos agrícolas esparcidos por todas partes. Todo lleno de olvido y de polvo… un carrillo de madera, un par de botas y el techo de un cuarto desplomado después del huracán. En el piso una gruesa capa de guano de las palomas.

Llegó un momento en que las miradas se nos perdieron, buscando encontrar las súplicas del descanso para todos aquéllos que ahí vivieron. A partir de ese instante dejamos de ver, pues era mejor pensar y reflexionar… era mejor buscar nuestras propias respuestas.

Salimos de la casa de las paredes largas, sintiéndonos estrujados, pues más de cincuenta años de tormentos espirituales había pasado por nuestras conciencias… la gran misión aún estaba ahí y sus fantasmas como que se sentían.

Salimos respetuosos, mucho más que como entramos. Salimos pidiendo paz para los que ahí habían vivido, gratitud para todos aquéllos que vieron siempre por ellos y refrendo a la nobleza de un pueblo que aprendió a vivir, por más de medio siglo, en el corazón de la plaza, con aquéllos que existían en la casa de las paredes largas.

6 de noviembre de 1989.