Parecía sólo la presencia de un buen misterio… alta y delgada, de brazos largos como el río seco, su pelo canoso y sus ojos como tizones negros. Era como un estandarte un lujo al trabajo, sin tropa y sin escolta… ella misma izando su vida, sin reniegos, jurando lealtad al trabajo de todos los días.
Era Arcadia lavandera… pobre pero con la presencia y dignidad que a sí misma se merecía. De su jacal en Bella Vista caminaba hacía las casas donde contrataban sus servicios… iba y venía con los alteros de ropa limpia, o con una tina de nixtamal o con un canasto de tortillas… iba y venía… iba y venía.
Su jacal encalado resplandecía más cuando el sol, al caer con fuerza, secaba la limpia ropa colgada de las sogas. Arcadia en movimiento de un lado a otro del patio, del patio al cruzar el río, del río a las calles de los barrios, llevando y trayéndose a sí misma.
Además de trabajar, nadie supo qué más hacía Arcadia, quizás cuidar también de su esposo Pedro, cuyo único capital en la vida fue un burro palomino más arisco que la suerte de ambos.
Arcadia platicaba sin quitarse el cigarro de la boca… fumaba… sus frases claras y frescas indicaban una sana vida espiritual, el manejo de criterios permitían saber de sus conocimiento sobre medicamentos naturales, sobre remedios caseros, las estaciones del año, la canícula o el rumbo y los descendientes de tal o cual apellido. Arcadia tenía un modo de sonreír y el dar esa emoción a los demás… sonreía sin estridencias; de lejos o de cerca, ver sonreír a Arcadia era recibir una lección de la vida que te hacía reflexionar: ¿De dónde tanta bondad? ¿Cuál es la fuente de esa tranquilidad?
Las interrogantes valían por todo, valían por siempre.
Los quehaceres de Arcadia todo mundo los recuerda, más no sé cuántos recuerden a Arcadia y menos sé si recuerden su inteligencia y su sonrisa… no sé si a la buena Arcadia, además de pagarle, le dimos las gracias por sus servicio; no sé también si quienes la conocimos supimos entender su ejemplo de trabajo. Tampoco sé, por último, si atendimos a sus palabras y si correspondimos a sus sonrisas… no lo sé con seguridad.
Un día, el estandarte aquel de trabajo que era Arcadia, dejo de izarse en el viento. La fuerza de sus brazos se agotaron. Dejó de cruzar el río y de estampar su figura por las calles de otros barrios. Un día el sol de Sabinas extraño su sombra.
Arcadia murió… supe que murió hace muchos años. Hubiera querido, al menos en esa vez, formarle una escolta.
Por eso ahora en la distancia del tiempo escolto sus recuerdos, los recuerdos de Arcadia. Aquella mujer que tenía la presencia y dignidad que a sí misma merecía y me sigo interrogando ¿De dónde tanta bondad? ¿De dónde tanta tranquilidad?
Como tantas otras buenas mujeres de Sabinas. Arcadia se aferró a la vida y al trabajo y creo que de ahí extrajo la fuente sublime de su tranquilidad.
Así fue Arcadia… como otras muchas mujeres de Sabinas… de las que yo digo, con perdón de la Biblia, que no fueron hechas de la costilla del primer hombre sino de la misma masa del Señor. Con perdón sea dicho… así fue Arcadia… por eso escolto sus recuerdos. Por eso digo que faltaban escoltas para otras muchas mujeres ejemplares de Sabinas Hidalgo.
12 de mayo de 1986