Nunca llegué a distinguir si aquella construcción era un jacal de piedra, una casa habitación o un granero… no tanto porque no supiese lo que es una u otra cosa, sino porque en aquel solar la edificación estaba al fondo y desde el camino la distancia era algo para poder precisar…estaba la cerca de alambres y allá, más atrás, la acequia, la hilera de nogales y de sabinos y por ahí, a un lado, el jacalón de amarillas piedras y sillares…
Por otra parte, uno nada más oía… oíamos pero no sabíamos nada… sabíamos porque oíamos que esa era la labor de Don Jesús García, cariñosamente llamado “el bolío”… oíamos de los nogales y de una molienda de cañas… de una rueda que recogía agua y que luego hacía mover una pesada rueda… también observábamos a Don Jesús: alto, cariñoso y gritón, con sus grandes botas, mezcla contradictoria de hacendado y de revolucionario a la vez.
Atravesábamos Bella Vista hacia lo lejos, hasta los compartideros, hasta lo desconocido de cruzar la carretera y tomar el polvoso camino a la hacienda… todo aquello eran montes y labores, no había casas, sólo unos cuantos jacales aquí y allá… íbamos no para ver a Don Jesús, que buen susto nos daría si nos viera punta de ladronzuelos de nogales: ni para bañarnos en la acequia, ni ver el molino… no, íbamos a observar algo muy especial, casi único para nosotros: los pavorreales… los pavorreales a los que sólo conocíamos en los libros de textos, en fábulas y en canciones… los pavorreales de la labor de Don Jesús García… los únicos pavorreales que había en el pueblo.
La señal para no perdernos en aquel camino que casi no conocíamos, era el jacalón… sí, el jacalón, a mano izquierda del camino, en la misma fila de los nogales y de los sabinos de la acequia… desde el camino había que mirar y al fondo, ahí estaba el jacalón y por ahí, por ahí también deberían de andar a la sombra de los árboles los pavorreales… entonces había que esperar a verlos, en silencio… aparecían… con sus caravanas, sus saltos y sus sonidos, con sus plumajes largos de colores al viento y al sol… había que esperar tras la cerca, debajo de un mezquite o de un chaparro, recibiendo de vez en cuando el polvo que nos dejaba alguna vieja camioneta y las miradas extrañas de uno que otro labriego caminante.
Fuimos a ver a los pavorreales… una vez, la primera vez y aquélla fue para siempre… una mañana de una infancia de cielo azul y mucho sol… los pavorreales actuaron para nosotros haciendo todos sus ritos y presunciones… entre saltos y largos vuelos, se alejaron como indicándonos que también nosotros deberíamos ya de marcharnos; sin embargo, buen rato aún seguimos imaginándonos que continuaba aquel espectáculo de tan especiales aves de cuentos y textos… ahí estábamos debajo de un mezquite.
Por muchos años pasamos por aquel camino y mirábamos hacia la izquierda… hacia el jacalón, y a veces algún pavorreal huidizo volaba ante los ladridos de un perro… desde entonces, entre el silencio, el polvo y la resolana, aquellas siluetas de colores se nos quedaron para siempre, no importa que a veces no aparecieran, no importa que desde hace muchos años se hayan ido y nosotros nos hayamos marchado también.
El tiempo luego se fue… se llevó muchas cosas… se acabaron dos generaciones de Garcías y los pavorreales aquellos, en todas sus generaciones, se fueron sin regreso… también se acabó el encanto de atravesar a pie Bella Vista y a la hacienda… se fue el silencio de aquel pasado, se fueron también los pavorreales; sin embargo, ahí está el viejo camino y el jacalón… ahí está todo: la acequia, los nogales y los sabinos, la antigua labor y sus sombras, sólo faltan los pavorreales.
8 de noviembre de 1988.