Siempre creí que eran hijas del sol y de la noche. Nacidas de un rayo al partir un mezquite y puestas a caminar tal cual eran sobre las calles de la vieja villa. Las recuerdo con mezcla de asombro y de tristeza en sus formas requemadas y relucientes por las gotas y el abrasante calor de todos los días.
Pasaban al medio día. Siempre al medio día. Se decía que eran tres, pero por lo común sólo pasaba una, a veces dos, pero jamás vi a las tres juntas. Más, con saber de una, se sabía de las otras dos. Atravesaban el pueblo llevando en sus brazos y en sus cabezas ordenadamente, en completa armonía y silencio, ropa limpia, planchada y almidonada., canastas con tortillas recién cocidas o cazuelas con mole para guisar. Caminando como pegadas al suelo, llevando tras de sí la calle, el polvo y las piedras. Se afanaban por la vida día tras día en los quehaceres hogareños de otros hogares vecinos que las contrataban…
Eran las Marceleñas bondadosas y constantes sirvientes domésticas a domicilio. Vivían a la orilla del pueblo, al nor-poniente, una cuadra más allá al doblar el tendajo del Sr. Carpio. Vivían en dos jacales, uno servía de habitación y el otro de cocina, En el patio muchas plantas y alrededor una cerca de palos semicaída… un hermano les hacía compañía; el hermano tenía un carretón pero un día cayo y murió.
Se quedaron solas…
Sólo una se casó pero pronto la dejó el marido y volvió a quedar sola… al igual que las otras dos.
Solas quedaron las Marceleñas, Juana, Sanjuana y Ramona… solas y cargadas de trabajo, buscando siempre sus sueños perdidos entre los humos de la chimenea y guardando los anhelos abandonados al empezar los quehaceres diarios.
Solas iban las Marceleñas por las calles a entregar sus pedidos de ropa, de canastas y de cazuelas. Solas en cada una, solas las tres, solas en sus jacales con sus quehaceres y sus olvidos…
Cuando pasaban por la casa, yo las observaba desde la ventana, sus pasos eran lentos pero constantes. Parecían monumentos de barro a las faenas del trabajo ajeno, a la sinceridad y a la bondad de servir… momentáneamente se paraban como a descansar… como a saludar… mormullaban… yo las observaba… ellas sólo miraban hacia la calle, tomando nuevos alientos y continuaban su camino… se despedían con el “Dios Bendito”… me impresionaban las Marceleñas, pero también empezaron a formar parte de mis recuerdos, de esos que impactan y te guardas para siempre, de esos que te interrogas y que te respondes mucho tiempo después… ¿por qué si trabajan tanto, son tan pobres?… ¿por qué pasan a medio día?… ¿por qué nadie las acompaña? Los impactos y las interrogantes continuaron por mucho tiempo, por muchos días y cada día las veía, hasta perderlas de vista, cuando bajaban por la calle de Piedra.
Con ese propósito me colocaba frente a la ventana de la casa por la calle de Mina para verlas pasar al medio día, siempre al medio día. Como veía pasar también a las obreras de la Casa Morales, a las dependientas de las tiendas, a los albañiles, al cartero y al telegrafista y a todos aquéllos que por ser buenos y trabajadores, siempre al medio día volvían a sus casas para comer y descansar un poco.
…pero las Marceleñas eran diferentes a todos… sobre todo distintas en su silencio, en su soledad y en su suerte.
Las Marceleñas no murieron, sencillamente un día se acabaron, se agotaron, dejaron de hacer sus quehaceres, de buscar sus sueños entre los humos de la chimenea y de caminar por las calles atadas a la única suerte del trabajo que llevaban en sus brazos.
No murieron las Marceleñas, regresaron al sol y a la noche y en el ciclo hay una nueva constelación de estrellas donde descansan las mujeres que con todas sus vidas trabajaron en la tierra, y sirviendo a los demás y que por ello no tuvieron tiempo de ocuparse de su mejor suerte. Un rayo está en busca de buenas maderas de mezquite sobre las cuales caer para echar a caminar nuevas Marceleñas, mujeres del quehacer de hoy, laboriosas y apasionadas por sus trabajos pero con mejor suerte para encontrar sus sueños…
20 de septiembre de 1985