Celso Garza Guajardo

Los lugares y los rumbos: El viejo Palacio Municipal 1836–1984

Aquellos años que soñé

Celso Garza GuajardoLa nostalgia de los adobes I

El domingo 16 de diciembre del año pasado, recorrí por último lo que fue el antiguo Palacio Municipal de Sabinas Hidalgo. Fui acompañado de mis buenos amigos Héctor Jaime Treviño Villarreal y Santiago Vara Jiménez. Del Palacio quedaban sus paredes y sus techos.

Aquello fue para mí un momento especial: la inquietud de estar por última vez en lo que guardaban siglo y medio de historia municipal, así como la tristeza de ver aquellas paredes laceradas y los socavones sin puertas ni ventanas, me apagaron la voz por un buen rato, dedicándome sólo a mirar y a guardar por vez última aquellos recuerdos.

Las ruinas del Palacio Municipal eran intencionadas, o sea, aquello se echaba abajo como producto del progreso. Quizás por ello la agonía de la vieja casona era tan súbita y me provocaba en cierta medida una congoja que no sabía explicarme en su momento.

De pronto todo aquello se acababa, todo cambiaba y se iniciaría un nuevo capítulo en la historia municipal. Lo lamentable era quizás la indiferencia ante tales hechos.

La historia del Palacio Municipal como tal comienza en 1829 cuando se da el decreto de erección de La Villa de Santiago de la Sabinas Hidalgo. Los primeros cimientos en el lugar actual de lo que va a ser el Palacio Municipal empezaron a darse desde 1836. Toda la historia de ese edificio en esos instantes se echaría abajo y ya sólo quedarían recuerdos, imágenes fotográficas y documentos escritos. El viejo Palacio Municipal no existiría más.

Por ello esta historia como muchas historias, empieza siempre con la nostalgia, la nostalgia es la querencia, saber que se quiso algo que ya no está, saber que se tuvo algo que ahora va a ser distinto.

La nostalgia es un buen recurso del espíritu. Es también un acicate de la historia. Ese domingo, el frío, las nubes grises y el polvo me envolvieron en nostalgia. Y la nostalgia se concentró en los adobes. Los adobes me produjeron mucha nostalgia. Aquellos adobes que tenían más de cien años, estaban firmes, seguros, bien colocados unos sobre otros. Los adobes eran la suma del tiempo, de los años y de los siglos. Estaban ahí, eran el viejo archivo en forma de tierra, de la vieja historia de ese Palacio Municipal que ya no existiría más.

En ese momento no quise saber más de historia, quise saber todo sobre los adobes, porque yo de los adobes no sé nada, sólo sé que son de tierra y de agua, que se hace una mezcla, que se les pone en un cuadro y se dejan secar al sol. Sólo sé además, que los adobes son la tierra misma y son hechos por el hombre, con sus manos y con su sudor.

Los adobes me hicieron reflexionar. Pensé “¿Quién haría estos adobes, quién los colocó en este lugar, cómo se verían aquellos primeros cuartos hechos de adobe y con techos de vigas, con sus grandes puertas y ventanas de mezquite?”.

Los adobes, en suma, me dieron en esos momentos muchas ideas sobre la sencillez y la humildad con que el hombre debería de vivir.

Los marcos de las puertas de la cárcel municipal habían sido quitadas a barrazos sin ninguna consideración y en el piso estaban largas y gruesas astillas centenarias. Tanto Héctor Jaime como Santiago y yo recogimos algunas para guardarlas.

Recorrimos los cuartos y pasillos del segundo piso. Aquello estaba lleno de silencio y de polvo. El tiempo vuelto nada. Era el inicio de la destrucción para reconstruir. En las escaleras me encontré un viejo número de Semana de 1972. Miré la plaza desde el socavón del ex balcón central del Palacio. Esa plaza también es historia, al igual que la iglesia San José… al igual que la mayoría de las casas que están alrededor de la plaza.

Bajamos y la nostalgia me seguía deteniendo en aquel lugar de escombros, como que no queríamos abandonarlo. Me dolió, ver el vacío del museo, no por el esfuerzo que haremos otra vez para reorganizarlo, sino por el vacío mismo de la improvisación en que se cae cuando todavía la vida municipal no tiene toda la planeación de sus recursos necesarios.

La roca de Piedras Pintas, roca de nuestra cultura milenaria indígena, quedaba ahí como testigo mudo de que pronto el museo volverá a estar en su lugar otra vez. Toqué por última vez los adobes, pues pronto los pocos que quedaban aún quedarían hechos polvo. Afortunadamente la nostalgia se nutre de los polvos del pasado.

1 de febrero de 1985.