El día pasó rápidamente, ya había encontrado solución al problema del corral: Conocía un pequeño túnel que estaba cerca de la majada era posiblemente una excavación que hicieron algunas personas buscando minerales, eso serviría para acomodar las cabras pues estaba seco y bien resguardado, aunque un poco alejado de la choza, además improvisaría con palos una puerta, ya que el Azote se encargaría de vigilar para impedir la entrada de un intruso.
Tal como lo pensó lo hizo, estaba satisfecho de su ingenio, hasta los chivitos quedaron mejor acomodados; regresó a su choza y se dedicó a preparar la cena, cuando movió varios objetos de un rincón se encontró con un periódico viejo en el que vino envuelto el jarro de los frijoles; leyó un poco y se encontró con la noticia de que el Presidente Gral. Lázaro Cárdenas les iba hacer justicia a los indios, repartiéndoles tierras; buscó la fecha del periódico y era de abril de 1935, ¡Pobres indios, siempre les han quitado todo! ¡Pensó!.
Dejó a un lado el periódico y se puso a preparar la cena; cenó y bajó al aguaje a lavar las vasijas, el sol a sus espaldas ya estaba para perderse y de pronto los últimos rayos pegaron sobre unas piedras que yacían a la orilla del arroyo, eran pequeñas casi redondas, las tomó para examinarlas y le llamó la atención el brillo que tenían, ¿Serán pepitas de oro? Buscó y encontró varias, las echó en el sartén y se fue jugando con ellas, el no conocía de metales, pero cuando regresara a Sabinas se las mostraría a Don Paco Cázares, él había sido minero y sabía de esas cosas; la lluvia y la corriente que se formó las sacaron ¿Quién sabe de donde?
Guardó lo que traía y las piedritas las colocó en un costalito que le servía de alcancía, pues en él guardaba las monedas de plata con que le pagaban sus animales y que le servían para cubrir el consumo y las mercancías.
Sale y se sienta en un tronco y se pone a observar el horizonte: hacia el oriente se divisan las Lomas de Vallecillo, abajo una gran explanada, cruzada por grandes arroyos que desembocan en el Río Sabinas, hay varios ranchos ganaderos, atajos de cabras y algunos Ranchos de Vino (como le llama la gente a los lugares donde procesan las piñas del maguey y hacen mezcal); hacia el norte se divisa la Sierra de la Iguana donde hace algunos años hubo minas en explotación; hacia el sur se divisa el Pico de Santa Clara teniendo muy cerca la mina llamada Cruz del Aire y la Sierra de Picachos, donde a su pie nace el Ojo de Agua de Sombreretillo; donde está sentado, son las faldas de la Sierra de Minas Viejas que tiene muchos rincones que favorecen la cría de ganado tanto caprino, como vacuno y caballar.
En esa inmensa planicie que se forma hacia abajo, los caballos que trajeron los españoles se reprodujeron grandemente y se hicieron salvajes y recorrieron la comarca y eran atrapados o cazados por quien tuviera la oportunidad de hacerlo. Él se imaginaba montado a pelo, corriendo a todo galope, con la brisa pegándole en el rostro y con lanza en ristre tratando de cazar un jabalí; se sonreía y exclamó ¡Qué puños de esperanzas!
Se levantó y se introdujo en la choza, ya tenía sueño estaba cansado por tanto trabajo que había realizado; se arregló y se acostó, apagó la vela de cebo que usaba para alumbrarse y que escasamente daba luz al pequeño refugio.
Se fue a dormir inmerso en los pensamientos que aludían a los indios y las minas, muy pronto se quedó dormido; el cielo que había contemplado estaba lleno de estrellas, la luna iniciaba su viaje de ascenso, en lontananza se divisaba su disco brillante que hermosamente reflejaba los rayos del sol. La quietud de la noche se interrumpía con los ronquidos del hombre que dormía, cansado.
Mencho soñaba que una luminosidad bañaba la puerta de la choza y que un hombre y una mujer, aparecían junto al fogón; imaginó en su sueño, que se incorporaba y se sentaba en la orilla del camastro, contempló a los visitantes y les dijo:
–¡Ya volvieron!
–¡Aquí estamos para hablar contigo!
Respondió el hombre que se veía joven de una complexión física impresionante; que solamente la tienen las personas que continuamente someten su cuerpo a ejercicios físicos; tenia plumas en la cabeza y una piel de venado cubría sus espaldas, usaba una piel de coyote a la cintura y estaba descalzo; lo acompañaba una mujer de facciones agradables, era bonita, tenía ojos oscuros y el cabello negro y largo le caía a sus espaldas, lo sujetaba con una tira de cuero, se cubría con una piel de venado y traía una falda de hierbas secas entretejidas, también venía descalza.
–Estamos aquí para reclamarte
–¿Por qué invades nuestros lugares sagrados? ¿No sabes que en lo profundo de la cueva existe un cementerio donde están sepultados nuestros antepasados? Los tuyos, –continuó diciendo el indio–, que han entrado en la cueva lo único que han hecho es destruir lo que la naturaleza ha tardado tanto tiempo en hacer, afortunadamente los nuestros colocaron serios obstáculos, para impedir la penetración y nunca sabrán lo que realmente encierra ese gran agujero.
–Yo nunca he entrado
–¡Sí!, Pero los que lo han hecho, a punto han estado de profanar la tumba de nuestros ancestros. ¡A ver! dime: ¿Qué vinieron hacer tus antepasados a nuestras tierras?
–A traer la civilización-
–¿Le llamas civilización a matar indiscriminadamente a ancianos, mujeres y niños, o llevándoselos para esclavizarlos y obligarlos a trabajar para ellos?¿Le llamas civilización a venir a expulsarnos de nuestras tierras, donde hemos vivido siempre, donde nuestros dioses nos dejaron y nos enseñaron a consumir lo que la naturaleza produce: animales y frutos? Éramos muy felices recorriendo a nuestras anchas todo el territorio, desde la parte donde cae nieve y hace bastante frío, hasta las regiones calientes y aquellas en que llueve constantemente y crecen muchos árboles; nosotros poco a poco fuimos aprovechando lo que la naturaleza nos daba y poco a poco íbamos descubriendo cosas y aprendiendo a dejar testimonio de nuestra presencia a través de dibujos y grabados que hacíamos en las rocas o dibujos en las paredes de las cavernas, estábamos en constante movimiento yendo de un lugar a otro, buscando siempre donde hubiese buenos frutos y animales para cazar y buscando refugio en las cuevas de la sierra.
Mencho se quedó callado, no sabía que responder.
–Nosotras, –dijo la india–, fuimos llevadas a los lugares donde los tuyos vivían para que sirviéramos en los trabajos que les correspondía hacer a sus mujeres, les enseñamos como se curten las pieles, y como aprovechar los frutos que la tierra da sin que tengas que abrirla, porque hacerlo es profanar el lugar donde los dioses moran. Yo, cuando fui secuestrada estaba dando de mamar a mi crío, al poco tiempo la esposa del que se decía dueño del lugar, murió al parir y dejó una criatura indefensa, el hombre que me había hecho presa sabía que estaba dando alimento a mi hijo, por lo que me llevaron para que amamantara también al ajeno, lo hice no por sumisa y cobarde, sino por amor a la criatura que no tenía culpa de lo que estaba pasando.
–¿Qué vinieron a hacer aquí? ¿Por qué no se quedaron en sus lugares de origen? Nuestra tierra la teníamos de siempre por lo que platicaban nuestros viejos, éramos muchos, pero como constantemente estábamos peleando por los animales y los frutos, los más sabios decidieron que lo mejor era separarnos; unos nos quedamos a los alrededores; otros se fueron hacia arriba a los lugares fríos, por que había mucha caza, pesca y frutos; otros se fueron hacia abajo, aquellos lugares donde llueve mucho y hay grandes corrientes de agua y decían los ancianos que ellos recordaban cuando habían viajado; que levantaron templos muy grandes a sus dioses y que éstos les enseñaron muchas cosas entre ellas a cultivar las tierras; por eso cuando regresaron trajeron semillas que cuando las sembraban crecían y daban un fruto, que moliendo la semilla daba una harina que era alimento; pero esto duró poco por que desconocían como cuidarlas y muy pronto nos quedamos sin ellas.
–Con la civilización les trajimos, –dijo Mencho–, las herramientas, la pólvora, los caballos, los burros y las vacas, también las cabras y borregos, trajimos diferentes semillas y árboles frutales, que tan pronto se adaptaron llenaron de frutos y esperanza esta tierra.
–¡Sí! ¿Pero a cambio de qué? Del trabajo esclavista y la sumisión y la muerte de los nuestros, que se negaban a ser sirvientes de los extraños, apestosos, envueltos en armaduras, que venían en animales que nunca habíamos visto y que se parecían a algunos venados de la región, pero sin cuernos; nos perseguían con esos animales; y como casi siempre éramos pocos los que andábamos juntos, nos rodeaban y nos sometían infundiéndonos miedo con sus palos de fuego y con las heridas que causaban con las hojas brillantes de un metal que no conocíamos. Hubo ocasiones en que nuestras mujeres que tenían niños pequeños prefirieron matarlos antes de permitirles a los invasores que se los llevaran para hacerlos esclavos.