Los truenos y los rayos de la tormenta estremecían el lugar, a ratos parecía que la montaña se venía abajo, con este escenario comenzó a soñar, y en la bruma de la ensoñación vio como la puerta del jacal se abría y entraban dos personas; uno era hombre y traía un penacho de plumas, se cubría la espalda con un cuero de venado y en la cintura le colgaban dos pedazos de cuero de coyote, andaba descalzo, portaba un arco y unas flechas; la otra era una mujer, como de un metro sesenta de alto, traía una falda de fibra tejida, usaba una especie de abrigo de piel de conejo, se adornaba con colmillos y caracoles; se quedaron mirándolo y le preguntaron:
–¿Qué haces aquí?
–¿No sabes que estás en tierra sagrada?
–¡Ando cuidando mis animalitos!
–Y nadie me ha dicho nada
–Pues a partir de ahora vendré seguido para cuidar lo que haces, porque esta tierra es nuestra y tu te estás metiendo donde no debes.
–¡Ya nos vamos!
–¿Para dónde van si está lloviendo? Quédense un rato y platiquen conmigo.
–¡Oye! Por cierto.
–¿Quién te enseñó hablar el castellano? Se supone que ustedes hablan Náhuatl, u otra lengua regional.
–Nosotros los que venimos del más ¡allá! sabemos todos los idiomas y además tenemos muchos conocimientos.
–Hoy, No podemos quedarnos, porque tenemos otra misión, pero mañana ten la seguridad de que aquí estaremos.
Se dieron vuelta y se encaminaron a la salida; la choza se estremeció con el sonido y el impacto de un rayo que cayó cerca, despertó, y se fijó en la puerta que estaba cerrada, se levantó para asomarse y ver si había alguien bajo la lluvia, nada… solamente la luz de los relámpagos, el estruendo de los rayos y el zumbido del agua que bajaba de la sierra; se regresó a su cama y se recostó, un tanto mortificado, se acordó que tenía una botella con mezcal que le había regalado su primo Toño, y quien le había dicho: Pa’ que te eches un pajuelazo (trago de mezcal) cuando tengas miedo o frío! Buscó arriba del zarzo y ahí estaba, la tomó y quitándole el olote que la tapaba, le talló el pico con la mano y se la llevó a la boca, dándole un gran trago que lo hizo toser pues le ardió el gaznate, sacudió la cabeza para despejársela, pensando en lo que había sucedido y no sabía si había sido real o un simple sueño, se echó otro trago, tapó la botella y se fue acostar, pero ya no se pudo dormir; miles de ideas pasaban por su cabeza y no encontraba relación entre lo que soñó y lo que estaba viendo; en la choza todo estaba en orden; si alguien hubiese venido El Azote le hubiera ladrado y lo habría despertado; el perro acostumbra dormir echado en el repecho que hay junto a la puerta, no sabía que estaba sucediendo y a lo mejor … pensaba…, me tendré que ir para otro Rincón, pues por lo que ha pasado, con mi presencia inquieté a los espíritus de los indios que están sepultados en la Boca de la Cueva de Las Calaveras; pero ahí no había nopales y su abuelo le comentó una vez, que una costumbre que tenían los indios era la de sembrar un nopal en el lugar en que sepultaban a uno de sus muertos; y decían que por eso en toda la comarca hay lugares donde abundaban los nopales que están muy cerca unos de otros, y consideraban que eso indica que hubo entierros en el lugar.
La lluvia había dejado de caer hacía buen rato, ya se escuchaba el sonido del cencerro y era que las cabras se estaban sacudiendo el agua; se paró lentamente, se puso los huaraches, se acomodó el jorongo y salió al pequeño patio a observar lo que había sucedió la noche anterior; su sorpresa fue grande al ver que el agua del arroyo llegó hasta el corral de las cabras, y destruyó una esquina, el refugio de los chivitos estaba bien, el agua corría cristalina, dando saltos, anunciando la nueva vida que tendría la vegetación de los alrededores; se quedó mirando y pensó ¡tendré mucho trabajo para volver acomodar las piedras para formar el estanque!, que se había desecho por la fuerza del agua que bajaba del cerro, pero estaba contento, porque cuando se llenase de hierba y los follajes reverdecieran, las cabras se alimentarían con facilidad, el único inconveniente era que cuando las anacahuitas maduraran sus frutos, las cabras se moverían por todos lados buscándolos, y entonces tendría mucho trabajo para juntarlas ya que se correría el riesgo de que se extraviaran; se dirigió al corral para cerciorarse si las cabras estaban completas, temiendo que el Vendaval las hubiese dispersado o muerto algunas, observó que estaban amontonadas en la esquina más alejada del arroyo, las contó, y por fortuna no faltaba ninguna; se fue hacia un matorral para hacer sus necesidades corporales; al regresar, observó que en el tronco de una barreta estaba enredada una víbora de cascabel, tomó un palo del suelo y se acercó con precaución, trató de removerla pero estaba muerta, ahogada, la lluvia la sacó de su madriguera; la recogió y con la navaja le cortó la cabeza que cayó y se fue rodando barranco abajo, la descueraría y su piel le serviría para hacer un elegante cinto, ya que el animal tenía un buen tamaño.
Se lavó las manos y la cara, en el agua del arroyo que corría fresca, se secó con el pañuelo y se dirigió a la choza para hacer la lumbre y preparar el almuerzo. “Y la aurora surgió sin que advirtiera el momento preciso, empezó a brotar sobre el monte un vapor sonrosado que ondulaba en la atmósfera como ligera muselina. Las estrellas se adormecieron, y en la lontananza de ópalo, a nivel de la tierra, apreció un celaje de incendio, una pincelada violenta, un coágulo de rubí” –amanecía.
A Mencho la vida la había enseñado que la naturaleza era cruel y generosa: cruel cuando de pronto volcaba todo su furor, precipitaba los vientos con una furia infinita, ensordecía a los seres con sonidos de una sinfónica monumental, y arrasaba los bosques y praderas con golpetazos de agua, que caía con estruendo fenomenal; pero después de ello: hacía emanar el agua cristalina, límpida y versátil, pues corría y saltaba cual hada celestial, y daba vida y llenaba los árboles de un esplendoroso follaje, y los campos de florida y perfumada hierba, que tejía un manto que invitaba a los dioses para que en sus praderas fuesen a meditar; llenaba de variados frutos a la campiña toda y los seres vivos disfrutaban de tan sabroso manjar. Se sentía alborozado, le golpeteaba en el pecho la emoción matutina, las pérdidas no existían, era más lo positivo que la cruenta noche había dejado, porque con un poco de trabajo y paciencia, en unos cuantos días se reparaban los daños.
Para despejar su cabeza de la desvelada, tomó las vasijas y se fue al arroyo a lavarlas y a traer una cubeta de agua, sacó la jarra de hacer café, la lavó y la llenó del cristalino líquido; que bueno que el fogón estaba adentro de la choza, pensó, que si no, hubiese quedado destrozada por la furia de la tormenta, cuando removió el rescoldo le puso unas astillas y empezó a levantarse la llama, le colocó unos leños y cerca asentó la cafetera, el acostumbraba poner el agua a hervir, y cuando estaba bien caliente la sacaba, la dejaba cerca del fuego, le ponía unas cucharadas de café y unas de azúcar y cuando tenía: una rajita de canela, la tapaba, luego la bebida reposaba por un buen rato, y al servirla tenía un sabor exquisito; recordó que tenía guardada un poco de carne seca de jabalí, sacó unas tiras y en el tronco de mezquite que le servía de mesa, con una piedra redonda la machacó hasta dejarla bien suave, colocó el sartén en las brasas y le puso una poco de manteca, sacó de la bolsa de sal en grano, unos huevos de guajolote silvestre que recogió en un nido que encontró entre los breñales; los guardaba ahí por que se conservaban muy bien; siempre tenía sal gruesa, pues de cuando en cuando les echaba a los animales para que no se fuesen muy lejos a lamer piedras salitrosas; en un plato echó el contenido de los cascarones, acostumbraba ponerlos ahí después de romperlos, para saber si estaban buenos, porque si estaban perdidos malograban el guiso; la carne recién machacada la echó en el sartén, para que se cociera y le estuvo dando vueltas con la cuchara, cuando estuvo sazonada vertió el contenido del plato y lo mezcló con la carne, le agregó una pizca de sal, no tenía tomate ni cebolla para que le dieran más sabor, pero lo comería con un poco de chile piquín; para entonces ya había preparado la mezcla de harina de maíz y el acero estaba caliente, siguió el procedimiento para hacer la panocha y esperó un poco mientras se cocía todo.
Mientras preparaba el almuerzo varias ideas cruzaron por su cabeza, había escuchado que cuando en sueños se da la posibilidad de contactar a un ser del más ¡allá!, era por que poseías cualidades psíquicas especiales y casi siempre esos seres tenían para ti un mensaje.
Almorzó, ordenó, guardó todo, preparó el itacate y tomo sus cosas y se fue rumbo al corral, de pronto se acordó del Azote, ¿Dónde andaba? Hacia rato que estaba despierto y no lo escuchó ladrar, ¡Le llamó! Enseguida le silbó como solía hacerlo y el animal no respondió, ¿Qué pasaría? ¿Se lo llevaría la corriente de agua que bajaba de la sierra? ¿Se fue a rondar buscando su almuerzo? Al rato aparece ¡Pensó!…
Y abriendo la puerta del corral dejó salir a los animales, pero antes permitió que los chivitos mamaran, la vereda estaba lodosa, al caminar le llamó la atención unas huellas de pies descalzos que se perdían junto a la roca pintada, no eran muchas, no podía saber de donde venían, una huella era pequeña, como de mujer y la otra mas grande.
¿Sería cierto que lo visitaron unos indios en la noche? ¿Acaso no fue un sueño? Un ladrido lo sacó de sus cavilaciones era el Azote que bajaba entre los peñascos, traía el hocico manchado de sangre, de seguro había almorzado algún conejo, también venía con las patas cubiertas de lodo; de pronto pensó ¿Donde voy a encerrar las cabras cuando vuelva? Porque en el corral hay mucha humedad y la tierra mezclada con los orines, le hincha las pezuñas a los animales; continuó caminado, pensativo, al volver por la tarde debía tener la solución.
El astro rey, madrugador como es, ya calentaba con sus rayos dorados la atmósfera y un vapor espeso se levantaba del suelo, pronto se sentiría el bochorno del cambio de temperatura; el Azote se fue a caminar alrededor del rebaño, cumpliendo con su obligación de vigilante; tal pareciera que atendía y comprendía las indicaciones que le daban cuando andaba en el pastoreo; siempre iba observando todo, pues los animales de caza solían esconderse en los matorrales y atacaban de improviso; como si fuese humano pensante sabía que en él recaía la responsabilidad de cuidar el ganado.