Sabías que tu cuerpo se convertiría en ceniza para confundirse con el polvo de la tierra. La ocasión había llegado con los últimos vientos de octubre, cuando los colores de las cosas toman otra dimensión.
Sabías que tu cuerpo se convertiría en ceniza para confundirse con el polvo de la tierra. La ocasión había llegado con los últimos vientos de octubre, cuando los colores de las cosas toman otra dimensión. Siempre relacionaste tu cuerpo con la ceniza, presentiste su alianza natural, al observar los cigarros que fumabas con avidez, uno tras otro, sin importarte un comino que el humo incomodara a las personas que estuvieran cerca de ti.
La tarde que presentiste la anticipación de la ceniza, viste una nube de humo cubriendo el techo en la oficina. Ahí prestabas tus servicios como técnico procesador de datos. El ingeniero Saúl García y tus compañeros de oficina estaban perdiendo la paciencia para tolerar tu descaro por la nicotina. Después de todo, eras un hombre de sangre pesada, según rumores de las secretarias, neurótico, antisocial, un insípido ermitaño. Esa fama negativa te había ganado antipatía entre la gente que laboraba en la misma oficina. La necesidad de fumar te postraba, te hacía padecer crisis de nerviosismo, aunque trataras de ocultarlo ante los ojos de los demás.
Esa tarde necesitabas un cigarrillo con la urgencia de las adicciones. Registraste los bolsillos de tu camisa con la esperanza de encontrar al menos uno, disperso, olvidado, que subsanara la emergencia momentánea. Sentiste fuego debajo de tu piel, quemando la sangre. Pero no era el clima. Ya habían llegado las primeras ráfagas del norte, como pocas veces en la historia de San Juan de los Esteros.
Esperaste las cinco de la tarde para salir de la oficina como liebre perseguida por los perros. Lo primero que hiciste al salir a la calle Cuarta, fue acudir a la tienda de Quinta y Guerrero para comprar una cajetilla de Importados, tus cigarros favoritos. Cuando solicitaste la marca, el señor te respondió que no tenía Importados. Entonces le pediste que te vendiera cualquier cajetilla, eso era lo de menos. Inclusive, pensaste en la posibilidad para fumar cigarros mentolados, en caso necesario. El hombre te dijo que ya no expendía cigarros en apoyo a la campaña contra el tabaquismo, para no contribuir con la contaminación de cuerpos, almas y mundos. “Viejo pendejo”, pensaste antes de salir de la tienda con el rostro enrojecido de ira por la pérdida de tiempo, “quédese con su tendajillo de mierda”. Dadas las circunstancias, lo que antes te pareciera tienda, ahora te parecía tendajillo. Después de caminar un par de cuadras, no sentiste vergüenza al pedirle un cigarro al vendedor de cuentos de la plaza, quien fumaba en la esquina de Sexta e Independencia. Estuviste a punto de arrebatarle lo que le quedaba cuando se disculpó diciendo que era el último cigarro que traía, que tal vez en el puesto de revistas de Sexta y Terán tendrían algunos en venta. “No estoy para mantener vagos ni viciosos”, pensó el vendedor de cuentos, sonriendo con cinismo, al ver que te alejabas con tu vergüenza fallida y tu derrota. Maldijiste el momento en que pasaste frente al puesto de revistas esa mañana, cuando te dirigías a la oficina. No te detuviste para asegurar una cajetilla que satisficiera la necesidad del día. Las zancadas que diste te llevaron hasta el umbral del puesto. Tu decepción fue mayor cuando observaste el letrero que decía: Sorry, we’re closed. No era hora para que el changarro estuviese cerrado. Esa mañana que pasaste por ahí, las puertas estaban abiertas de par en par, como diciéndote pásale, no seas pendejo. El puntapié en la puerta metálica del negocio logró llamar la atención del hombre que estaba al cruzar la calle, preparando su puesto de tacos para la actividad nocturna. Corriste hacia él, ignoraste el tráfico de la Sexta. Te movía la esperanza de que el taquero pudiera tener algún cigarro disponible.
—Lo siento, camarada, pero no fumo —te dijo con una indiferencia que confundiste con discriminación. Estuviste a punto de mentarle la madre por el esfuerzo en vano de llegar hasta ahí, por el peligro al que te expusiste al pasar la avenida llena de automóviles, a punto de ser arrollado, donde la gente manejaba con prisa y arrebato para llegar a casa, después de ocho horas de trabajo forzado en mueblerías, bancos, oficinas de gobierno, tiendas de ropa, restaurantes y otros negocios y dependencias en el centro de la ciudad.
La pesera con ruta a la Modelo hizo alto en la esquina de Sexta y Terán, ya que el semáforo así lo indicaba. Al verte, doña Chonita Landeros, la anciana que esperaba la oportunidad para cruzar la calle, pensó que recordabas tus maldades, ya que una sonrisa de frustración se dibujó en tu rostro. Pensabas que hacía mucho tiempo las peseras habían dejado de cobrar un peso y aún la gente las llamaba así. Te subiste al transporte colectivo con la fijeza de pedirle un cigarro al conductor, más que por llegar temprano a casa. Pagaste el importe del boleto y se lo pediste. Te dijo que no traía, que estaba esperando la oportunidad para pedirle uno a algún pasajero que subiera fumando, o con una cajetilla visible en el bolsillo de la camisa. Después reflexionaste sobre la rareza de una pesera vacía. Llegó a tu mente un dibujo periodístico donde el caricaturista criticaba al transporte público: una pesera con brazos, cabezas y piernas humanas saliendo por las ventanas y la puerta. Volteaste hacia los tres pasajeros que viajaban en el vehículo colectivo. Les preguntaste si alguien traía un cigarro, ya no que te regalara, sino que te vendiera, a ver si de esta manera lograbas un resultado más alentador. Dos de ellos agitaron la cabeza en señal negativa. El otro ni se dio por aludido. Se te crisparon los dedos por rabia o impotencia o desesperación o las tres cosas, pero no tuviste más remedio que sentarte para aguardar el momento de bajar y dirigirte a tu casa.
Después de algunos minutos que te parecieron horas, donde lo único que lograste fue chuparte el dedo pulgar derecho con fruición, bajaste con una dosis adicional de mal humor. Entonces recordaste la nube de humo en el techo de la oficina. Te sentiste ceniza esparciéndose por banquetas y calles de tu barrio, se te fueron desprendiendo los dedos con el viento vespertino, las manos, los brazos, las piernas. Tu cabello se convirtió en humo, al igual que tu boca y tus orejas. Sólo te quedó la colilla y la angustia de saber que nadie te fumaba.