Carlos Fuentes (1928–2012) es un ícono de las letras mexicanas. De sintaxis compleja muchas veces, sus obras son un reto que reiteradamente he enfrentado con gusto y satisfacción. El 15 de mayo se publicó la noticia de su muerte, inesperada, lamentable. Siempre es triste perder nuestras pertenencias, las que guardamos como un tesoro detrás del pecho. Carlos Fuentes es nuestro. Nos queda su obra, sí, pero por otro lado se incrementa la tristeza al saber que termina el ciclo de un pensador extraordinario.
Termina su vida. Inicia la leyenda.
Nos deja un acervo generoso, una obra que todo ciudadano mexicano debe conocer por el hecho de ser parte de este país que se lleva en la sangre. Alguien comentaba que ahora sí podíamos empezar a leerlo. A Carlos Fuentes lo he leído desde que encontré que mi vocación era la literatura. El primer acercamiento al escritor fue La región más transparente, el cual tuve que leer para una clase de literatura. A partir de ahí, fui un habitante más en su universo de lectores. Luego llegó Aura, novela que disfruté y de la cual conservo varios ejemplares en la biblioteca circulante de la Escuela Secundaria General No. 1, Lic. y Gral. Juan José De la Garza. Después llegaron otros títulos que adquirí por interés propio y otros que tuve que leer en mis cursos de posgrado. La muerte de Artemio Cruz, Las buenas conciencias, Los años con Laura Díaz, Tiempo mexicano, El espejo enterrado, Los días enmascarados, Una familia lejana, Gringo viejo, Agua quemada, y mi última adquisición, la colección de relatos Todas las familias felices. Me falta tanto por leer de este hombre.
Siempre en la memoria y sobre mi escritorio.
* En la imagen, firma el libro Los años con Laura Díaz. 11 de septiembre, 2001.