Si diciembre me dijera
la grandeza de los tiempos,
llegaría de rodillas
derramándome completo.
La siempre Virgen María,
Madre del Dios Verdadero,
santa estrella luminosa
descendió desde los cielos.
En matutino crepúsculo
se mostró frente a Juan Diego
en trayecto al catecismo,
en la cúspide del cerro.
La sobrehumana belleza
en su rostro fue el misterio.
Y dirigiéndose al indio
con un maternal acento,
con voz dulcísima dijo:
“Amadísimo Juan Diego,
el más noble de mis hijos,
yo soy tu Madre del cielo,
escucha bien lo que digo:
deseo se erija un templo
para brindarles auxilio
a los hombres de este pueblo,
mi defensa a quien la invoque
con la confianza del ciego”.
“Señora mía”, le dijo,
“soy tu más humilde siervo,
¿qué deseas que realice
para ofrendarte consuelo?”
Respondió la hermosa Virgen
al fiel hombre conmoviendo:
“Ve donde el Señor Obispo,
explícale que yo quiero
una casa entre los hombres
en este espacio del cerro”.
Y anduvo el indio al palacio
para anunciar el misterio
a Don Fray Juan de Zumárraga,
franciscano en ministerio:
“Te oiré despacio otro día”,
le dijo con temple incrédulo
y regresó a sus labores
desoyendo el llamamiento.
Juan Diego volvió muy triste
con su mensaje deshecho,
y al volver hacia la cima
del ya mencionado cerro,
le dijo a nuestra Señora
que lo esperaba en silencio:
“Mi Niña, Madre Santísima,
tu anunciado mandamiento
fue expuesto al Señor Obispo,
y en lo que refiere al templo
invención mía supuso,
ficción pueril de mi ingenio”.
Pero Ella insistió en dulzura
que volviera al mandamiento,
que regresara ante el hombre
con insistencia y empeño.
Cuando el Obispo escuchara
la insistencia de Juan Diego,
le pidió un milagro limpio
de aquel milagroso evento.
Y Juan Diego, entristecido,
por el infructuoso intento,
del Tepeyac ahuyentándose,
negó a la Reina del Cielo.
Pero no logró el propósito.
Se le apareció de nuevo
la imagen noble y santísima
de la Madre de los pueblos:
“¿Acaso no estoy aquí
que soy tu Madre, mi Diego?
Escucha bien lo que digo,
mi querido mensajero:
hallarás flores distintas
en la cúspide del cerro;
ve a cortarlas con cuidado
y tráelas, mi pequeño”.
Frescas rosas de Castilla
puso en su ayate Juan Diego
y frente a la Virgen Morena
regresó con desconcierto:
“Llevarás hoy esta prueba
para edificar mi templo
y no despliegues tu manta
hasta que halles al incrédulo”.
Juan Diego inició su marcha
con las rosas en el pecho,
y al llegar ante el Obispo
quien lo miraba en silencio,
soltó extremos del ayate:
rosas varias se esparcieron,
alfombrándose la tierra
y aromándose los vientos.
Perdura en la blanca manta
la imagen que conocemos
y en el Templo Guadalupe
se conmueve todo el pueblo.
De Rosas de Castilla, Romances basados en el Nicán Mopohua.
(2006, Parroquia de Guadalupe, Valle Hermoso, Tamaulipas.)