En el cruce de las calles de Gral. Zuazua y Victoria, en la esquina suroeste, donde hoy tiene su colección de autos antiguos el Dr. Salvador Treviño, estuvo la carpintería de Don Manuel Rodríguez; la chiquillería del barrio íbamos a ver trabajar a aquel hombre que despojado de la camisa, cubierto el torso por su camiseta de tirantes de color blanco y sus inseparables lentes, le daba forma a la madera; por cierto ignorábamos que aquel hombre fue alcalde del pueblo en la época convulsa cuando dejó el poder Don Gaspar Ibarra, hombre de tendencia socialista.
Lo que más nos llamaba la atención, aparte del gran número de palomas que tenía en el patio, era que allí se fabricaban “los cajones de muertos” según el vocabulario infantil, nada de decir ataúdes o féretros, ¡Ah! Y también hacía cajones de bolear cuya característica era la bien torneada forma de la suela del zapato, pero que los pintaba de color gris, como los féretros para los adultos, porque los que eran para los niños eran de color blanco.
Tenía don Manuel una carroza, elegante, si así se le puede calificar al vehículo en el cual se verifica el último tránsito terrenal, color crema y era para trasladar a los fallecidos a su morada final.
Sabinas, lejos estaba ya de aquel año de 1898, cuando el 19 de julio, Don Manuel Guzmán puso al servicio del público un carro fúnebre, constituyéndose en el iniciador de este tipo de negocios en el pueblo; hasta antes de esa fecha el servicio se hacía utilizando coches de sitio o particulares.
Con el propósito de reglamentar lo referente a la conducción de cadáveres al panteón de la Villa, el ayuntamiento encabezado por Don Cristóbal Enriquez, viejo patriarca sabinense, acordó en sesión ordinaria de ese mes “se prohibiera a todos los coches de sitio conducir cadáveres, en virtud de haber quedado establecido el carro fúnebre ya dicho”.
Para asegurar la permanencia de ese servicio, Don Cristóbal y el resto del cabildo trataron de impedir que se llevaran a cabo los traslados en coches particulares y a la vez prohibir que alguna persona pusiera otro negocio idéntico, otorgando la exclusividad a Guzmán; pero, ante la duda sobre si estaban actuando fuera de la ley, consultaron con el Gobernador del Estado.
La respuesta del hombre sabio y visionario que fue Don Bernardo Reyes fue categórica: ”no se puede prohibir a las personas hacer uso de sus propios coches, ni tampoco asegurar al señor Guzmán, el que otro no ponga otro carro fúnebre”.
Recomendó el gobernante además: “que las personas que hagan uso de su coche, sin ser de sitio o de servicio público deben cuidar por conveniencia general y de higiene, en tratándose de transportar algún cadáver de persona fallecida de enfermedad infecciosa, de hacer la conveniente desinfección del mueble”.
Al ver este documento en el Archivo General del Estado, nos hizo recordar de manera inmediata a don Manuel Garza Jiménez, allá en el Barrio del Aguacate en las calles de Guerrero y Victoria, quien proporcionaba servicios funerarios en su carroza y a don Manuel Rodríguez, hombre de trabajo, de duros afanes entre aserrín y virutas, entre martillos, serruchos, berbiquíes y escoplos, un sabinense que formó parte de nuestra cotidianeidad infantil en el barrio de La Carretera.
La costumbre de velar a los muertos en las casas ha desaparecido, hoy las agencias de pompas fúnebres se encargan de todo, hasta de cerrar a las doce de la noche y los familiares se retiran, regresando al otro día; ya no se envían esquelas y los modernas carrozas son automóviles bien equipados.
De las carrozas tiradas por caballos solo los recuerdos quedan.