Ultima morada de nuestra gente, final inevitable que un día compartiremos. Los cementerios de Nuevo León están en cada una de las cabeceras municipales y en los principales ranchos, congregaciones y haciendas de nuestra región. Generalmente están blanqueados y poseen una cruz en cada tumba, ya sea de madera, de metal o de granito. Los rodean bardas o muros de piedra o sillar que reflejan la edad misma de los pueblos. Porque los panteones son las historia escrita en piedra de los que ya se fueron.
Desde tiempos remotos nuestros antepasados tenían lugares específicos destinados para las sepulturas. Los naturales de la región enterraban los restos mortales de sus deudos en pequeñas cuevas situadas en las cañadas. En el desierto los inhumaba a campo abierto y para que no fueran removidos o devorados por las fieras, sembraban nopales a su alrededor para su protección.
Con la llegada de los pobladores de origen europeo, los entierros se realizaron en los atrios y en las naves de los templos. Si los finados eran pobres o indígenas eran sepultados en los atrios. Si eran colonizadores o pobladores de gran abolengo eran depositados muy cerca del altar.
Los frailes misioneros, preferentemente franciscanos, nos legaron los usos litúrgicos: introdujeron las veladoras, las cruces, las exequias, los responsos, la vivencia del luto con el color negro, las cajas mortuorias, las penitencias, el registro de las defunciones y el cuidado a los camposantos, por ser precisamente lugares santos.
Gracias a las reformas políticas emanadas de la Constitución de 1857, se construyeron cementerios en las afueras de la poblaciones; para procurar la salubridad pública y crearon un departamento oficial llamado Registro Civil para contabilizar los nacimientos, los matrimonios y las defunciones.
Uno de los requisitos para el establecimiento de los cementerios que surgieron con la nueva ley, fue que se instalaran en lugares dónde hubiera corrientes de aire. También procuraban que se mantuvieran alejados de los lugares habitados, limpios, ordenados, con sus corredores y pasillos perfectamente trazados y con una buena dotación de árboles. Lamentablemente éstas disposiciones no se lograron para su mantenimiento adecuado.
En cuanto a nuestra relación con el panteón, generalmente nos acordamos de los muertos y visitamos a sus tumbas cuando alguien muere, en su aniversario luctuoso y el día dos de noviembre: en la fiesta de los Santos Difuntos. Entonces la festividad se inunda de panes, elotes, cañas de azúcar, coronas de flores artificiales, ofrendas florales y eventos alusivos a esa festividad.
Decía Voltaire que el respeto de un pueblo se refleja en el cuidado y atención que los vivos les damos a los panteones y archivos. Ahí están nuestras raíces y nuestra memoria. Por eso los panteones son la historia escrita en piedra de los que ya se fueron.
Antonio Guerrero Aguilar
Cronista de la Ciudad de Santa Catarina