La muerte es una realidad que ha ocupado y seguirá ocupando y preocupando al hombre. Desde los más remotos tiempos el hombre teme a la muerte, la interpreta, la reta, la sufre y la vive en sus semejantes, a veces de manera gloriosa y a veces de manera dramática. En sí, la muerte está presente en cada momento de la vida del hombre y su posibilidad inicia en el momento del nacimiento.
La muerte es una realidad que ha ocupado y seguirá ocupando y preocupando al hombre. Desde los más remotos tiempos el hombre teme a la muerte, la interpreta, la reta, la sufre y la vive en sus semejantes, a veces de manera gloriosa y a veces de manera dramática. En sí, la muerte está presente en cada momento de la vida del hombre y su posibilidad inicia en el momento del nacimiento.
Esto plantea, frente a la sed de trascendencia presente en el hombre, la cuestión de la inmortalidad. Por eso existen los panteones y los entierros. Precisamente desde el punto de vista antropológico se consideran a los entierros y a los ritos relacionados con la muerte, como uno de los indicadores de los avances en la civilización y en la cultura de un pueblo.
Mucho de lo que sabemos de otras culturas, paradójicamente, es a través de su arte funerario. Al final de cuentas lo que sabemos de los egipcios, de los etruscos, además de otras civilizaciones es a través de sus entierros, tumbas o monumentos mortuorios. De igual forma, resulta interesante saber que existe una buena variedad de vocablos con los que designamos a lo referido: panteones, tumbas, cementerios, necrópolis, camposantos, entre otras.
En cuanto a la historia de los panteones de Nuevo León, lamentablemente no quedan ejemplos de los viejos cementerios aledaños a los templos. En uno que otro templo de la entidad, vemos lápidas que recuerdan que ahí descansan los restos mortales de alguien muy reconocido entre la comunidad.
Haciendo un breve repaso por la historia, diré que la forma de enterrar y salvaguardar los restos de los difuntos, es considerada una forma de civilización y cultura. Ya lo decía Voltaire que el respeto de un pueblo se refleja en la atención y en el cuidado que los vivos tienen hacia la última morada de sus deudos. Desde la forma de enterrarlos en pleno monte y poner encima de ellos un arbusto espinoso para evitar que los animales se comieran los restos humanos, hasta los entierros bien organizados en los alrededores de Galeana, Nuevo León y que nos dan cuenta de la preocupación de los antiguos habitantes del noreste mexicano hacia sus difuntos, hasta los entierros en los atrios y en los templos. Mucho tenía que ver que las estrategias de defensa de los pueblos se debiera a que en parte de cuidar la vida de los pobladores, era también la de preservar y defender los restos de sus deudos.
Cuando se aplicaron las Leyes de Reforma que quitaban el control de los panteones a la Iglesia y se los pasaron a las administraciones municipales, comenzaron a instalarse, preferentemente en las goteras de los pueblos, lugares destinados para el descanso eterno de los difuntos.
Entonces se preocupó porque los panteones guardaran cierto orden y decoro en su forma. Pero las poblaciones crecieron y obligaron que se cambiaran de sitio los panteones. Así perdimos el viejo panteón de la Purísima que muchos viajeros e historiadores recordaban como decoroso. De igual forma nuestros municipios vieron como los templos y sus atrios dejaron de recibir los restos mortales de sus deudos para trasladarlos a un lugar mejor ventilado, rodeado de árboles y con las medidas higiénicas necesarias para la salud pública. Luego viene una bonanza económica a partir del porfiriato (1884-1911) y los viejos túmulos se convirtieron en mausoleos y monumentos mortuorios dignos para perpetuar la memoria de aquellos que nos antecedieron en el camino.
Es de considerar el hecho de que los monumentos mortuorios están relacionados con la voluntad y la capacidad de perpetuar los testimonios de la sociedad, son legados entonces de la memoria colectiva de un pueblo; y su destrucción al final de cuentas lo que hace es arrancar un trozo de nuestra memoria. En éste caso, los monumentos mortuorios, son la historia escrita en piedra o en algún otro material de los que ya se fueron y fueron erigidos con la intención de trasmitir el recuerdo de la muerte, un aspecto de la vida cuya particularidad y singularidad le otorgan un valor trascendente.
Por eso sugiero que se entiendan que los cementerios concentran un gran variedad de símbolos y de inscripciones, muchos de ellos relacionados con la religión y otros con la laicidad. Por estudiosos del Colegio de San Luis, como el historiador David Vázquez y Adriana Corral, que ya han realizado trabajos de conservación y difusión de la historia que guarda el Panteón El Saucito de San Luis Potosí, sabemos que el monumento funerario es la continuidad de la vida del difunto en un espacio y tiempo distinto al de los vivos. La tumba es la continuación de nuestros hogares, ya que es la nueva casa del finado. Muchos de los panteones de zonas rurales cuentan con aire acondicionado y espacios dónde se puede a la vez orar y descansar un poco. Porque antes se pensaba que la tumba debía guardar los restos del difunto hasta la llegada de Jesús para la resurrección de los muertos. Y por ello se decía que las propiedades en los panteones se consideraban a perpetuidad. Entonces se le decora con retratos u objetos que le pertenecieron en vida al difunto.
Pero llegó el neoliberalismo que considera que la función de los tres niveles de gobierno es gobernar y no administrar y en consecuencia, porque se considera que los panteones guardan restos de personas que hace mucho ya nadie reclama, venden o enajenan propiedades sin considerar la preocupación de los familiares para dotar de un espacio para que el deudo recibiera la resurrección de los muertos.
De hecho, ya han desaparecido panteones por diversas causas- como el de la Catedral, el anexo al templo franciscano de San Andrés, el de la Purísima, los que estaban en dónde actualmente se encuentra el complejo educativo que integra la Secundaria número 10 y la Normal Superior, uno que se dice que fue levantado por el ejército norteamericano durante la invasión a nuestra ciudad en septiembre de 1846 y que al parecer estaba en el también desaparecido bosque del Nogalar. El último caso y más reciente, el de las tumbas del Panteón del Roble que tuvo que ceder parte de su territorio para la ampliación de Ruiz Cortines, entre otros. Y sin darnos cuenta, también estoy seguro que en los panteones de los municipios y de las localidades más importantes, también están desapareciendo tumbas con información histórica y cultural relevante.
La mayoría de nuestros panteones mantienen una arquitectura sobresaliente en cuanto arte funerario. Casi no existen vestigios de entierros entre 1860 y 1880. Pero la bonanza económica del porfiriato (como ya se había mencionado) hizo que se construyeran mejores tumbas, gavetas, monumentos y espacios dedicados para el descanso eterno de sus finados.
Una tumba es como un libro abierto. De ella obtenemos información relevante como el tema que en sí expone y cómo se le representa, los espacios, la perspectiva teórica y la temporalidad. De igual forma, de la epigrafía, que es el estudio de las inscripciones sobre material duradero, sabemos los movimientos demográficos, información de las personas que ahí están enterradas, relaciones familiares y posiciones sociales, información sobre cómo murieron, fechas en que fueron construidos, el material con que fueron hechos, ya sea en piedra, sillar, granito, mármol u otro material.
Otro dato muy interesante que habría que estudiar con detenimiento, el grado de interacción de los constructores locales que debieron competir con canteros regularmente de procedencia potosina con escultores y diseñadores extranjeros, preferentemente de origen italiano. En sí, los monumentos funerarios tuvieron la finalidad de prolongar el recuerdo e inmortalizar el prestigio de quienes descansan en esas viejas tumbas.
Es por eso que ésta ponencia pretende dar algunas ideas en torno al rescate y cuidado de nuestros cementerios. A través de la tipología de los monumentos mortuorios se puede construir una historia de las actitudes hacia la muerte, así como el establecimiento y origen de los cementerios, la erección y fechas de construcción de los monumentos y una interpretación iconográfica de los símbolos plasmados en ellos.
Vale la pena elaborar un catálogo fotográfico de los principales panteones de la entidad, identificar sus elementos simbólicos y su significado cultural para explicar la importancia de los monumentos funerarios en tanto que la muerte forma parte de la vida cultural de un pueblo. Para también realizar una declaratoria de Museo de Sitio de los panteones más antiguos y relevantes de Nuevo León. Y porqué no, incluirlos en recorridos turísticos como los que ya se hacen en el Saucito de San Luis Potosí, el de Tepeyac y el de San Fernando en la Ciudad de México, en Guadalajara y Durango.
Sé que la Dirección de Conservación del Patrimonio Histórico, Cultural y Artístico del Estado de Nuevo León, dependencia convocante e integrante de CONARTE, que ya se está trabajando, investigando e inventariando las esculturas que tienen valor histórico y cultual tanto en el panteón del Carmen y de Dolores, en dónde existe una buena cantidad de obras de autores de origen italiano como Mateo Mattei, Augusto Massa, Miguel Giacomino, Aníbal Guerini y Antonio Decanini. Sabemos por testimonios de José Doria, que ya en Linares se inició el rescate de algunas esculturas de considerable valor artístico y cultural. En hora buena porque eso indica que existe una actitud favorable hacia la conservación y cuidado de las tumbas y de los panteones.
En sí, sugiero que los catálogos incluyan información histórica de la creación de los cementerios. Hasta dónde sé, solo se han publicado dos trabajos en torno al tema de la muerte y la historia de los panteones, ambos escritos por un servidor y que fue investigado gracias a una beca del Centro de Escritores de Nuevo León y otro sobre el Panteón San Juan de Santa Catarina.
También podemos conocer e investigar un poco sobre la identidad de los constructores y las técnicas que seguían para delinear, diseñar, construir y concluir los monumentos mortuorios. En cuanto a la tipología, clasificar las esculturas de acuerdo a las figuras antropomórficas, ya sea en retratos, esculturas de dolientes, almas, figuras angélicas, figuras sacras, figuras alegóricas y elementos anatómicos fragmentarios. Por ejemplo, las tumbas de infantes por lo regular siempre estaban coronadas con esculturas de ángeles con forma de niños. Se decía que la barda del panteón de Cadereyta estaba ornamentada con pequeños ángeles.
De igual forma encontramos figuras de animales, ya sea de aves como palomas, águilas o de otro tipo, ya sea vegetales u objetos con emblemas cósmicos, elementos arquitectónicos, trofeos y emblemas profesionales o grupales o inclusive relacionados con alegorías ya sea escatológicas o filosóficas. De igual forma hacer un catálogo de las placas y de las lápidas necrológicas que cubren las tumbas.
Conviene señalar que la llamada ley Echeverría sobre conservación y cuidado de los bienes inmuebles históricos, arqueológicos y culturales hace la observación de que todo monumento histórico correspondiente al siglo pasado es incumbencia del INAH y que los más recientes son tema de cuidados por parte del INBA, pero e muchas ocasiones por las imprecisiones en materia de que a siglo pasado se refiere, si al XIX o al XX y que en todo caso, ambos ya están en esa categoría.
Pero sobre todo hacer una declaratoria para evitar que los encargados de quienes dependen los panteones y su mantenimiento, sigan destruyendo elementos de identidad, ya sea históricos, arqueológicos, artísticos, culturales y arquitectónicos desaparezcan y con ellos, se pierda también la memoria de los que nos antecedieron. Porque dicen que una persona realmente se muere cuando ya nadie se acuerda de él.
Antonio Guerrero Aguilar
Cronista de Santa Catarina