En años pasados cuando Sabinas era una familia grande, todos en el pueblo se conocían, convivían y compartían; se hacían actividades para el esparcimiento de toda la población; entre ellas, carreras de caballos; se organizaban en el espacio abierto que se conocía como Campo de aviación.
En años pasados cuando Sabinas era una familia grande, todos en el pueblo se conocían, convivían y compartían; se hacían actividades para el esparcimiento de toda la población; entre ellas, carreras de caballos; se organizaban en el espacio abierto que se conocía como Campo de aviación.
La carreras que comúnmente se llaman parejeras, se pactaban al momento de conocerse los contendientes, ¡Va mi alazán, contra tu moro! ¡Juega! ¿A cuántos pasos? Y se ponían de acuerdo en la distancia y la apuesta; se corría la voz y la gente empezaba a pactar: ¡Voy veinte pesos al moro! ¡doy tronchado al alazán, van cincuenta! Y así continuaba la algarabía, hasta que los caballos se ponían en el partidero y el Veedor nombrado para el caso, se ubicaba en la raya final. El encargado de dar la voz de arranque, daba las instrucciones a los jinetes, y no permitía que alguno se adelantara; tenían que venir caminado parejos y al llegar al partidero, si los veía igualados sin ventaja para nadie, gritaba ¡arranca! Y los caballos estimulados por sus jinetes emprendían la carrera hacia la meta, ocasiones hubo en que el ganador le sacaba ventaja visible al contendiente, y si estaban muy parejos el veedor decidía quien ganaba; muchas veces, al que indicaban perdedor no estaba de acuerdo con el fallo y se hacían fuertes discusiones, hasta que intervenía alguna personalidad o gente con Autoridad, y se pactaba de nuevo y se hacía otra vez la carrera; en la mayoría de las ocasiones el que había perdido, perdía de nuevo.
Había carreras de compromiso, esas ya se habían pactado de antemano y con apuestas muy fuertes; en muchas ocasiones el perdedor perdía la revancha y se comprometía una nueva carrera para fecha posterior.
Don Santos, era muy aficionado, y asistía acompañado de un grupo de amigos, quienes iban sentados en la caja de la Ford, la población ahí reunida tan luego divisaba a los lejos el armatoste y escuchaba el traca, traca de su motor, se volvía a mirarla pues el espectáculo que se seguía era digno de verse. Don Santos enrumbaba la fortinga hacía el espacio vacío que estaba a un lado de la pista de carreras, hacía unas maniobras en su Ford y apagaba el motor y tirando un salto la dejaba continuar su camino, lo que lo acompañaban y sabían de su maniobra, se dejaban caer a tiempo, el que se descuidaba llevaba el susto de su vida, pues la Ford se iba sin conductor rumbo a los huizaches de la orilla; el público se reía a carcajadas, aplaudía le gritaba vivas a Don Santos, pues la Ford nunca llegaba al monte, ni chocaba con nada, pues siempre se detenía en los linderos de la pista, él conocía muy bien el impulso de la máquina, y calculaba exactamente la distancia, que apagado el motor podía recorrer.
Una aventura más de la Ford, quedaba para el recuerdo.
Continuará…
Profr. Santos Noé Rodríguez Garza