Profr. Santos Noé Rodríguez Garza

El Alazapa Indomable – Segunda parte

El Alazapa Indomable

Profr. Santos Noé Rodríguez GarzaHabía escuchado muchas leyendas de sus abuelos, pero él seguía intrigado con el señalamiento que la flecha hacía; ya en una ocasión que se le hizo tarde y regresaba del rincón de “Los Ajos” con la tenue luz del atardecer, creyó divisar a lo lejos a una persona recargada en la roca, y la vestimenta que traía era la de un nativo de la región, traía en las manos un arco y flechas.

Con aquella idea se fue siguiendo a los animales, pensando siempre en los originarios de estas tierras; en épocas de abundancia había todo tipo de vegetación: frutas y bayas silvestres y en otras épocas; clima seco y caliente, con poca agua y escaso alimento para los animales: había inviernos húmedos con mucha hierba de la temporada y otros muy fríos con escarcha y nieve. ¿Cómo le hacían para vestirse y vivir? ¿Qué comían? ¿En que trabajaban? ¿Cómo ocupaban su tiempo?

Iba muy metido en sus reflexiones, cuando escuchó los insistentes ladridos del Azote y los balidos lastimeros de una cabra; lanzó un fuerte grito de advertencia y corrió siguiendo el escándalo, al mismo tiempo desataba la honda que llevaba amarrada a la cintura, cuando se acercó vio que un puma de mediano tamaño, tenía sujeta por una pata a una cabra, se agachó y cogió rápidamente un guijarro de buen tamaño y lo colocó en el sostén de cuero intermedio de la honda, que se complementaba con dos cuerdas hechas de ixtle torcido, con un lazo en la punta para sujetarlas bien, le dio vueltas en el aire hasta que cogió bastante fuerza y soltó una línea con tal precisión, que fue a pegar el guijarro en las costillas del intruso animal; el puma soltó a la cabra, que huyó asustada y él se retiro bamboleante y aturdido, encaramándose en lo alto e intrincado de la montaña y perseguido por el Azote, que le ladraba furioso e insistentemente; Mencho se fue a revisar la cabra y encontró que tenía una herida poco profunda, afortunadamente no le quebró la pata con el mordisco, pues el puma era chico; llegando a la majada la curaría con un poco de untura (grasa mineral), remedio que todos los cabreros conocían pues la aplicaban para sanar todo tipo de heridas de los animales.

Transcurrió rápidamente la mañana, pues tuvo que reunir con la ayuda del Azote, al ganado que se había dispersado asustado por los rugidos del animal salvaje; sestearon bajo unos cedros, encinos, barretas y ébanos que daban una refrescante y tupida sombra y que formaban un bosque en el fondo del rincón; comió de lo que llevaba en el morral, pasando la comida con tragos de agua, se recargó en un encino y se tapó la cara con su pañuelo colorado para protegerla de los mosquitos, y encima colocó el sombrero; dormiría un rato a sabiendas de que el Azote lo despertaría con sus ladridos si algo pasaba; apenas se durmió y empezó a soñar, de nuevo volvían a su mente las imágenes de los indios nativos que poblaban estas tierras y que él soñaba que lo venían a visitar; los veía a los lejos caminando en fila siguiendo las veredas y los recovecos de la montaña, llevaban cargando un venado que iba colgado de un palo que dos indios sostenían sobre sus hombros; iban hombres y mujeres todos ataviados rústicamente; de pronto en el sueño vio que un indio joven se desprendía del grupo y se dirigía hacia él; de inmediato empezó la zozobra y la pesadilla, soñaba que el indio lo atacaba y como había escuchado que eran muy feroces y crueles pensó que lo iba a matar y posiblemente a despedazar; soñaba que ya estaba encima de él, y se defendía tirando golpes y gritos; la cabra caponera espantada con los gritos de Mencho sacudió la cabeza muy fuerte y el cencerro sonó; este sonido lo hizo volver a la realidad; se despertó asustado viendo para todos lados, se incorporó y cogiendo la cantimplora le dio un trago al agua fresca y vertiendo un poco en la palma de su mano, se la arrojó en la cara; esto lo terminó de despertar.

Encaminó el rebaño rumbo a la majada, a lo lejos en el cielo, se empezaban a formar pequeñas nubes, pensó –¡Ojalá llueva!— Recordó la melodía de una canción que en el pueblo todos los muchachos cantaban y se puso a silbarla; se distraía con el sonido del aire que salía de su boca, pero estaba preocupado.— ¿Por qué tenía sueños tan raros?— ¿A qué se debería que su pensamiento siempre se dirigiera hacia los indios? — ¿Sería tal vez por la piedra que observaba casi a diario? Seguido pasaba junto a ella. La idea de un indio viviendo en estos contornos era absurda, pues estaban en 1940 y los indios de estas comarcas habían desaparecido hacia mucho tiempo; El Azote le ladró a unas codornices que volaron y lo sacó de sus meditaciones, ya iban llegando a la majada y el cielo se oscurecía más y más; tomaron agua las cabras en el estanque que se había formado con las piedras que acomodó a manera de retén para que el agua que brotaba de las rocas se juntara y se hiciera un charco, las encerró después de contarlas, eran noventa y tres, en ocasiones se quedaba alguna rezagada y tenía que regresarse a buscarla.

Soltó los chivos que tenía encerrados en un corralito, para que sus madres los amamantaran, estaban hambrientos pues todo el día se la pasaban esperando, mientras las cabras buscaban su comida. Entró a la choza y tiró el sombrero sobre el camastro, colgó la cantimplora, dejó el bastón junto a la pared de palos acomodados, colgó el morral y fue a revisar el fogón para removerlo y descubrir una brasa, pues siempre antes de irse procuraba cubrir el fuego con la misma ceniza y así protegía los carbones para que duraran más tiempo y evitaba que la lumbre saltase del lugar y ocasionase un incendio. Le puso unas astillas para que reviviera y luego colocó unos leños para agrandar el fuego; revisó el jarro de frijoles, poniendo a calentar lo que quedaba; como era muy organizado para comer, sacó la vasija donde dejó la panocha que había quedado, pues almorzó un tercio del pan, otro se llevó y otro guardó; tibió la leche y tranquilamente se puso a cenar; para entonces el cielo se había oscurecido y a lo lejos los relámpagos iluminaban la región; ¡Ahora si creo que llueva! … Pensó… y debo prepararme para pasar bien la noche, masticó lentamente cada bocado; observando cuidadosamente el cielo y las nubes que se acercaban, predijo: ¡Va a haber tormenta! Terminó de cenar y siguiendo el ritual de todos los días, bajó al aguaje a lavar las vasijas, regresó y las colocó sobre el zarzo y se fue al rincón a buscar en el tapanco que le servía de ropero, el jorongo de lana, que hacia ya mucho tiempo su madre con sus manos laboriosas le había fabricado en el telar que tenían en la casa paterna.

Salió al pequeño patio frente a la choza recordaba a sus padres, con un nudo en la garganta, pues ya tenían algunos años de haberse marchado a rendirle cuentas al Creador, los quiso mucho, era hijo único y ellos lo adoraban; su padre toda la vida había sido criador de borregas y cabras, y con su esfuerzo y esmero había formado un patrimonio, que le dejó a su unigénito, pidiéndole que lo cuidara y agrandara y que cuando se casara, a los hijos que tuviera les inculcara el amor al trabajo; por eso cuando su papá murió, se vino del pueblo a cuidar el patrimonio que le heredó.

Aún cuando había terminado los estudios en la Escuela Secundaria y podía dedicarse a otra actividad, a su mamá la recordaba seguido sobre todo a la hora de comer, ella se esmeraba en cocinarle platillos exquisitos y sabrosos, pero nunca le enseñó como hacerlos, pues ella le decía que: ¡Cocinar era cosa de mujeres! Tenía la idea antigua de que sólo las mujeres podían entrar a la cocina, sin pensar que en todos lados hay hombres que cocinan muy bien.

Las lágrimas humedecían su rostro cuando recordaba las bendiciones y los besos que recibía de su madre, sobre todo, cuando salía fuera del pueblo a cumplir una encomienda ¡Cuídate mucho! le recomendaba al darle el morral donde le había puesto las vituallas para el camino.

Una gota de lluvia fría le cayó en la cara y lo sacó de sus recuerdos y se apresuró a refugiarse en la choza, pues ya empezaba el aguacero. Cerró la desvencijada puerta y se subió al catre, recogió el sombrero y lo tiró sobre el tapanco, llevaba el jorongo puesto y para no tener frío se tapó también con la cobija de lana gruesa, que ya estaba descolorida por el tiempo y el uso; se recostó de espalda viendo el techo de pita que estaban tan bien acomodadas que no permitían el paso del agua y se puso a pensar en los beneficios que traería la lluvia; la siembra en seco que había hecho su Tío Blas, le daría mucho maíz, calabazas, melones y sandías; su tío siempre le convidaba los frutos de la tierra, por eso se saboreaba pensando en la cosecha: ¡que lindos elotes! y que dulce sabían cuando los sacaba de la lumbre donde los aventaba para que se asaran y que sabrosa la calabacita con elote y carne de pollo o de puerco, que cocinaba su Abuela Ma. De Jesús (Chita, como la llamaban con cariño) y que él devoraba cuando se quedaba a comer… fue cerrando los ojos y se quedó profundamente dormido.